Prólogo
El Bautismo es el sacramento de la incorporación en la Iglesia, cuerpo del Señor; el sacramento por medio del cual nos hacemos dignos de recibir el nombre de cristianos. Ciertamente, es mucho más que un simple evento social en el que nos preocupamos por cosas mundanas; pues como padres, padrinos y fieles, lo que nos ha de preocupar es la responsabilidad que asumamos ante Dios respecto a la criatura que es bautizada.
La celebración bautismal refleja la alegría de la Iglesia entera, tanto aquí en la tierra, como en el cielo: he aquí que, el recién iluminado, nacido «de lo alto» hacia la Vida eterna, andará en los caminos de la salvación.
El Bautismo de los niños
La tradición del Bautismo de los niños tiene su origen en la Iglesia primitiva. Según Hechos de los Apóstoles, los que creían en «el camino» eran bautizados con todos «los de su casa» sin excluir a los niños (Véase Hechos 10:47-48, 16:15, 16:31-33, 18:8, 1Cor1:16).
San Ireneo, obispo de Lyón (200-230) dice en uno de sus escritos: «Vino (Cristo) en persona a salvar a todos, es decir, a todos los que por Él nacen de lo alto para Dios: recién nacidos, niños, muchachos, jóvenes y adultos.» El hecho de que san Ireneo mencione, tan espontáneamente, a los niños y recién nacidos entre los bautizados, muestra que esta tradición era una práctica auténtica e «instintiva» en la consciencia de la Iglesia.
La Iglesia no impone el entendimiento como una condición para recibir el Bautismo, sino al contrario: se requiere de la divina Gracia, otorgada por el Bautismo, para comprender o, más bien, para asimilar las verdades de la fe. Ciertamente es por el Bautismo que adquirimos la bienaventurada pureza sin la cual, según el Señor, «nadie puede entrar en el Reino de los cielos» (Mt 18:3).
Eso no significa dejar al niño bautizado sin atención. Pues la Iglesia, al bautizarlo, le da la posibilidad de crecer en la «estatura espiritual», siendo encargados sus padres y padrino de guiar y alimentarlo hacia la vida en Cristo. La Iglesia no bautiza ciegamente a todos los niños sino a los que pertenecen a ella a través de sus padres o de los que se encargan de ellos como parte de la comunidad de los creyentes.
El padrino
Desgraciadamente, el ser padrino a menudo es visto como una tarea social o, a lo mucho, moral: una persona que se encarga de traer regalos al niño de vez en cuando. ¡Qué devaluado concepto!
En realidad, el padrino equivale a un padre espiritual, y la responsabilidad ante Dios es grande y terrible: enseñar al niño los principios cristianos, educarlo en la fe ortodoxa y proporcionarle la ocasión para conocer y amar a esta «familia» de la cual es un miembro, y cuya cabeza es Cristo. Cumplir con esta responsabilidad, respecto al crecimiento espiritual de nuestros hijos, no es menos importante que asegurar el desarrollo físico de ellos.
Por el bautismo se forma entre el padrino y el bautizado una relación de paternidad y filiación, así que los hijos del padrino son hermanos del ahijado y, por consecuencia, no se pueden casar entre ellos.
Conceptos teológicos
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El Bautismo, nuevo nacimiento
En la caída, Adán se alejó de Dios, de la verdadera Vida, ahogándose en la muerte espiritual. Así que cada hombre sale a este mundo, cercado de las consecuencias de dicha muerte: corrupción, tendencia hacia el pecado y muerte corporal. El Bautismo es el nuevo nacimiento «de lo alto», en el cual se nace «no de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nace de Dios» (Jn 1: 12-13), y vuelve a su belleza original.
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El Bautismo, un sacramento pascual
En los primeros siglos de la cristiandad, la noche de Pascua, es decir, el Sábado de la Gloria, era, por excelencia, el día de los bautizos.
Esta vinculación entre el sacramento del Bautismo y la Resurrección del Señor, se debe a que el Bautismo es la participación en la Muerte del Señor y en su Resurrección, conforme a la Carta de san Pablo a los Romanos que se lee en el oficio del Bautismo: «Cuantos fuimos bautizados con Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte; fuimos, pues, con Él sepultados por el Bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6: 13-14). En el Bautismo, el hombre es revestido de Cristo: muere por el pecado, y se renueva en la justicia y santidad.
Durante las consecutivas etapas de la humanidad y en todas las civilizaciones, el agua siempre ha tenido cierto privilegio y cierta importancia, que la hicieron parte de la mitología, y uno de los símbolos religiosos más antiguos de la humanidad. El agua, como símbolo, tiene las tres siguientes dimensiones:
- Creación y vida: No hay vida sin agua; por lo que el hombre primitivo a menudo consideraba el agua como el principio de la vida. El mismo relato bíblico del Génesis le da al agua una parecida «primacía» cuando menciona que en el principio, «el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gén 1: 2). En este sentido, el agua simboliza en el mundo la vida y la creación.
- Destrucción y muerte: pero también el agua ha sido identificada con la oscura profundidad, la imagen de todo lo irrazonable e incontrolable en este mundo. En muchas antiguas culturas, el mar se consideraba como la morada de los demonios. Con esta perspectiva, si bien el agua es el elemento de vida, es también una fuerza destructiva: mientras en el momento de la creación el agua reflejaba la vida, en la historia del diluvio presentó la causa de la catástrofe, un reflejo de la corrupción.
- Purificación: la tercera dimensión de este símbolo es su característica purificadora con la que funge como medio de renovación e innovación, quitando del mundo la suciedad y devolviéndole su original pureza.
Entonces, la importancia del agua en el sacramento del Bautismo consiste en que, por sus tres dimensiones, y como símbolo, representa la historia de la salvación: creación (vida), caída (corrupción) y redención (renovación). Así que en el sacramento del Bautismo, por el agua consagrada, está presente el misterio de la divina Providencia en sus tres ciclos: creación, caída y redención.
El Oficio del Bautismo
El catecúmeno es la persona que está en una etapa de preparación para recibir el santo Bautismo, preparación con catecismo, oración y ayuno. Hoy en día, como en la mayoría de los casos el bautizado es niño, entonces la tarea del catecismo se pospone; pero antes de iniciar el servicio del Bautismo, el sacerdote recita al bautizado unas oraciones preparatorias (exorcismos) para la expulsión del demonio, fuera de la buena criatura de Dios. En nuestro camino hacia la pila bautismal, sin lugar a duda, chocamos con el maligno que tratará de detenernos. Aunque no lo vemos, el demonio está presente para defender lo que había robado a Dios; la Iglesia sabe que está: «Arroja de él todo espíritu maligno, impuro, oculto y anidado en su corazón», dice el celebrante, mientras sopla en la boca, la frente y el pecho del catecúmeno, siendo el aliento la señal de vida.
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Renuncia a Satanás e incorporación a Cristo
«¿Renuncias a Satanás, a todas sus obras, a todos sus ángeles, a todo su culto y a todas sus vanidades?» es una pregunta que el sacerdote repite tres veces, y el catecúmeno, o su padrino en su representación, responde: «Sí, renuncio a Satanás.» Quizás alguien se opondría al uso de esta fórmula «caducada» pensando que ya no es vigente para nuestros tiempos. Pero si nos percatamos, percibiremos que todo lo que nos aleja de Dios dominándonos es el culto a Satanás, sea lo que sea, dinero, vanagloria, concupiscencias, etc., y «nadie puede servir a dos Señores» (Mt 6: 24).
Después de renunciar a Satanás, el catecúmeno exclama su deseo de unirse a Cristo, y confirma su fe diciendo: «Creo en Él como Rey y Dios». La fe no es una ideología, sino un modo de vivir en el cual Cristo reinará todos los aspectos.
En seguida, el padrino recita el Credo: «Creo en un solo Dios…» El verbo «creer» cuando está acompañado por la proposición «en» implica mucho más que una ideología o enseñanza; «Creo en ti» significa me inclino hacia ti, cuento contigo, pongo mi confianza en ti, espero en ti. Esto es lo que el catecúmeno confiesa al recitar el Credo. (Véase Kallistos Ware, Obispo, El Dios del Misterio y de la Oración, Traduc. Alfredo Casais, Edit. NARCEA, Madrid 1997, Pág. 32.)
La redención del hombre comienza con la liberación de la materia (el agua), es decir, purificarla y devolverle su función original: medio de comunión con Dios. «Tú mismo, pues, oh Rey amante de la humanidad, asístenos ahora con el descenso de tu Espíritu Santo y santifica esta agua» (Exclamación de la oración de la consagración del agua, que el sacerdote repite tres veces).
Previamente a la inmersión en el agua bautismal, el sacerdote unge al niño con el óleo. Éste, siendo fuente de luz, es causa de alegría: «Úngese el siervo de Dios (N…) con el óleo de júbilo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», dice el sacerdote mientras unge al niño. San Juan Crisóstomo explica que, como los soldados antiguamente eran ungidos con aceite en preparación para la batalla, de la misma manera, nosotros somos ungidos con el óleo siendo soldados de Cristo. «…para que le sea unción de incorrupción, arma de justicia, renovación del alma y del cuerpo, rechazo de toda acción diabólica y liberación de los males para todos cuantos se unjan con él con fe…» (Oración del óleo de júbilo).
La inmersión en el agua es la señal tangible de lo que el Bautismo presenta: el bautizado es sepultado con Cristo muriendo al hombre viejo, y arrancado del agua en señal de vida y resurrección. De aquí surge la importancia de la inmersión. Además, lingüísticamente, el verbo βαπτίζω «bautizar» —que Cristo usó al decir a los apóstoles: «vayan, pues, y hagan discípulos a todas las naciones bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28:19)—, este verbo implica la inmersión en el agua y no cualquiera aspersión.
También la práctica de la Iglesia de los primeros siglos testifica la manera con que el bautizo era aplicado. San Hipólito, obispo de Roma (220-230) en su documento Tradición Apostólica, describiendo la fiesta bautismal dice: «El bautizado baja hacia el agua, y el obispo le pregunta que si cree en el Padre todopoderoso, y al confirmarlo, es sumergido; en el Hijo de Dios Jesucristo que nació de la Virgen […], lo sumerge por segunda vez; y al confirmar su creencia en el Espíritu Santo, lo sumerge por tercera vez» (San Hipólito de Roma, Tradición Apostólica, 21).
El sacerdote sumerge a la criatura en el agua tres veces diciendo: «El siervo de Dios (N…) es bautizado en el nombre del Padre: Amén; del Hijo: Amén; y del Espíritu Santo: Amén.»
San Juan Crisóstomo señala la conjugación del verbo «es bautizado» que viene en voz pasiva, como una indicación de que el sacerdote no es sino el instrumento de la divina Gracia, que fue elegido por el Espíritu Santo para esta tarea.
El Bautismo es una fiesta doble: la alegría de la pequeña familia con su niño bautizado, y la de la familia grande, la Iglesia, ya que una nueva criatura ha sido inscrita en el libro de la vida. El niño está vestido con ropa blanca y nueva, la blancura de la pureza y la novedad de la vida que lo han de acompañar en su camino. Así que, guardando el Bautismo y acudiendo a los santos Sacramentos, gusta de la riqueza de la divina Presencia y anticipa el gozo de la Vida eterna.
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El Sacramento de la Crismación
Crismación se refiere al Sacramento que el Occidente suele llamar Confirmación. La palabra es derivada del verbo crismar cuyo origen griego χρίσμω significa ungir.
El santo Crisma es un compuesto aromático que contiene más de treinta tipos de aromas, flores y hierbas que se prepara en óleo de olivo y vino. Se cocina y consagra el Jueves Santo, en presencia y concelebración de patriarcas y obispos de todas las Iglesias Ortodoxas en el mundo, en una ceremonia solemne. Y la Crismación es la unción del bautizado con el santo Crisma.
En el rito ortodoxo, la Crismación es vinculada al Bautismo inseparablemente, ya que el vestido blanco es la única acción que determina el paso de un Sacramento al otro: la iluminación obtenida por el Bautismo, hace al bautizado digno de recibir «el sello del don del Espíritu Santo» (plegaria que el sacerdote recita mientras unge los miembros del bautizado con el santo Crisma).
Esta vinculación es una herencia evangélica: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1Cor 12:13). San Juan Crisóstomo, comentando esta afirmación de san Pablo, dice: «Por el descenso del Espíritu Santo, que recibimos en el Bautismo antes de participar en la Divina Eucaristía […] todos probamos el mismo Espíritu Santo». Este descenso del Espíritu Santo se refiere al Sacramento de la Crismación.
El Bautismo, como participación en la Muerte del Señor y en su Resurrección, es la incorporación en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, donde se arrancará la marcha hacia la santidad; y la Crismación es el Pentecostés personal: el Espíritu Santo que descendió a los apóstoles reunidos en la sala el día de Pentecostés, desciende sobre el bautizado por la unción con el santo Crisma. (Para más detalle sobre la Crismación véase el artículo Sacramento de la Santa Crismación.)
Antiguamente el Bautismo junto con la Crismación se celebraba dentro de una construcción separada de la iglesia, llamada baptisterio. Al terminar la Crismación los bautizados, vestidos de blanco y con velas en las manos, eran dirigidos por el obispo y los clérigos en una procesión hacia la iglesia, donde los fieles esperaban la llegada de los bautizados para iniciar la Eucaristía. Los fieles recibían a los iluminados cantando: «Vosotros que fuisteis bautizados en Cristo, de Cristo os revestisteis. ¡Aleluya!» (Gál 3:27).
Esta práctica ritual es el origen de la procesión que celebramos con el bautizado alrededor de la pila bautismal expresando la iniciación del bautizado en el sacramento de la Eucaristía, y la alegría de la Iglesia entera, tanto visible como invisible: velas, ropa blanca e incorporación a la Iglesia, Cuerpo de Cristo.
La Comunión de los preciosos Cuerpo y Sangre de Cristo es la Perla espiritual de la cual no tenemos el derecho de privar al ya bautizado, sea adulto o niño; es la leche necesaria para su crecimiento espiritual. Que el niño no entienda la importancia de la leche de su madre, no justifica el privársela.
En la Iglesia de los primeros siglos, cuando los bautizos se celebraban durante la divina Liturgia, los nuevos iluminados —niños, adolescentes o mayores—, siendo los festejados, se acercaban a la Comunión primero, y después de ellos los demás fieles.
Por consiguiente, en la Iglesia Ortodoxa, la primera comunión se celebra inmediatamente después del Bautismo y la Crismación, o sea, en la misma ceremonia.
San Nicolás Cabasilas (Teólogo Ortodoxo del siglo XIII) atestigua la unión entre los tres sacramentos (Bautismo, Crismación y Comunión), pues leyendo lo dicho por san Pablo: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17:28), lo interpreta así: «Por la Eucaristía vivimos, por la Crismación nos movemos y trabajamos; mas nuestra existencia espiritual la debemos al Bautismo.»
La tonsura siempre ha formado uno de los gestos religiosos principales como símbolo de la obediencia y del sacrificio.
Desde las culturas antiguas el cabello tuvo una referencia simbólica que indicaba la fuerza (Sansón) y la belleza, que se reflejan en la preocupación prolongada por mantenerlo arreglado siempre de un modo que a menudo expresa la identidad, la pertenencia y el carácter. Y el sentido de la tonsura posterior al Bautismo (originalmente ocho días después) tiene que ver con el orgullo de este elemento: el recién nacido no tiene qué ofrecer a Dios más que estos pocos pelos que engalanan su rostro; los ofrece en un gesto de obediencia y de pertenencia a Cristo.
Epílogo
La belleza y la solemnidad del rito del Bautismo hacen del templo el lugar más adecuado para celebrar el santo Sacramento. Pues la devoción y el fervor que el templo de Dios transmite, nos exhortan a sacrificar los gustos mundanos, reemplazándolos por un júbilo celestial; en la iglesia, todo lo que nos rodea nos invita a la oración; mientras que, en otro lugar, quizás nos olvidamos de lo esencial. Por eso, «lo del Cesar devuélvanselo al Cesar, y lo de Dios a Dios» (Lc 20:25).