La Pasión de Cristo

pasion_de_cristoEl objeto de escribir esta nota no es hacer una crítica especializada sobre la película La Pasión de Cristo de Mel Gibson, ya que no soy especialista, sino que es la visión de un sacerdote ortodoxo expresando qué opina la Iglesia respecto a lo que la película expone. Si bien, se trata de una opinión personal, no obstante considero que está basada en la Biblia y en los Santos Padres.

Es muy claro que la película utiliza pasajes del Evangelio y palabras del Señor, algunas veces literalmente, tal como aparecen en los relatos de uno u otro de los cuatro evangelistas. Pero hay que recordar que los herejes también han utilizado pasajes evangélicos y han enfatizado palabras del mismo Cristo o de los Apóstoles. No se pretende aquí ofender ni a la película ni a su producción, sino lo que se quiere exponer es que las escenas, aún tratando de dar cuerpo a auténticas palabras citadas en la Sagrada Escritura, no tienen la infalibilidad de las mismas y no pasan de ser una mera lectura de éstas.

Viendo la película, me permito hacer estas observaciones con el propósito de enfocar nuestra fe en el camino recto:

1. Los Cuatro Evangelios, aunque mencionan los azotes, la corona de espinas y, por supuesto, la crucifixión, omiten los gritos y reacciones del mismo Cristo, porque lo que se anunció fue a un Cristo Dios Fuerte, que se dirige a su Pasión por su propia voluntad, que de antemano había dicho a los Apóstoles: “mirad que subimos a Jerusalén y se cumplirá todo lo que los profetas escribieron para el Hijo del hombre…” (Lc. 18, 32). Quien lee los capítulos 18 y 19 del Evangelio según San Juan, comprende que Cristo es la Luz que vence a la oscuridad; corrupción, odio, indiferencia, traición y crueldad, han formado la noche, de la cual, Jesús salió victorioso. Pero como Él mismo dice: “la Luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron.” (Jn.1, 5). Entonces Cristo, entrando en toda esta “oscuridad”, la ilumina. En su oración al Padre, aquella noche, lo dijo: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo…” (Jn.17, 1), pues la Gloria que manifiesta en la Resurrección es la misma oculta en la Cruz.

2. La película muestra las torturas de la forma más violenta posible, con el propósito de enfatizar que la Pasión era algo que ninguna persona hubiera podido aguantar. Considero que sí ha habido torturas similares o más extremas, pues la cruz era una pena común, y el sadismo, a lo largo de la historia, ha inventado los medios más horrendos que se pueda imaginar. Pero, en realidad, lo más dramático de todo es la muerte por sí misma, mientras todo lo demás –dolores, provocaciones, enfermedades, etc.- surge en consecuencia. Quizás para nosotros, caídos, la muerte es un acontecimiento normal al que nos enfrentamos día tras día, así que sólo nos hace falta ver a Cristo, que tanto sufrió de dolor, para hacernos sentir la grandeza de su sacrificio; pero si tomamos en cuenta que Cristo es el Dios Inmortal, la Vida, comprenderemos que la Cruz fue puesta en el destino de Jesús de Nazaret desde la Concepción, desde el momento que Dios se “despojó a sí mismo, tomando condición de siervo” (Flp.2, 7), y se realizó su plenitud en el momento que Cristo clamó “todo está cumplido” (Jn.19, 30), es decir, en su muerte en la Cruz.

3. Una impresión unánime de los espectadores se expresa con un “¡pobrecito Dios!.. ¡cómo lo trataron los hombres!”, o -como si fuese una devoción penitencial- “¡cómo lo tratamos, los hombres!” En realidad, si comparamos este mensaje de la película con la predicación de los Apóstoles en los “Hechos de los Apóstoles”, encontramos muchas diferencias. En el capítulo 2 del libro antes mencionado, Pedro, al recibir el Espíritu Santo en Pentecostés, predica a los judíos de Jerusalén y les recuerda a Jesús, a quien “vosotros le matasteis, clavándole en la cruz por mano de los impíos”, y aunque fácilmente hubiera podido trasmitirles este sentimiento de culpabilidad, dado que ellos fueron testigos oculares y, más aún, ejecutores de la muerte, prefiere ir hacia la esencia de la fe: “a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio…” (Hch.2, 24). Pues la Resurrección no es una escena adicional que alivia la crueldad de las escenas anteriores, sino es el prisma por el cual los evangelistas contemplaron y narraron la vida del Señor, incluida la Pasión.

Como conclusión de esta nota, me gustaría poner lo que canta nuestra Iglesia Ortodoxa en el Viernes Santo, por boca del Señor que habla a su Madre: “Madre, la tierra me ocultó por mi voluntad; los guardianes del Hades temblaron al verme envuelto con la túnica de venganza. Pues, como Dios que he vencido a los enemigos por la Cruz, resucitaré y te engrandeceré.”

La Epístola de San Pablo a Felimón

paul_apostleOnésimo es el destinatario de la carta del Apóstol Pablo a Filemón (la carta más pequeña de San Pablo).

Filemón, a quien san Pablo envió su carta, era un hombre desahogado de Colosi, recibió la fe de mano de San Pablo, así que abrió su casa como una iglesia donde se reunía la asamblea de Colosi.

Onésimo era un siervo de Filemón, pero un día le robó y huyó de la ciudad. Por algúna razón, el siervo Onésimo se encontró en la cárcel junto con San Pablo quien le enseñó el Evangelio de la salvación, así que, aceptando la fe, se bautizó. “Te ruego a favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo” escribe San Pablo a Filemón.

San Pablo manda, con el mismo Onésimo, una carta dirigida al amo Filemón pidiéndole que acepte al ya “útil para ti y para mi” Onésimo pero “no como un esclavo, sino como algo mejor que un esclavo: como un hermano querido.”

La carta es pequeña y de carácter personal, mas nos enseña el amor pastoral que tiene san Pablo a ambos, sus hijos espirituales de diferentes niveles sociales:

Aunque San Pablo tenía una palabra tan respetable en todas las Iglesias, vemos que no está ordenando a Filemón, sino pidiéndole con mucho cariño “aunque tengo en Cristo bastante libertad para mandarte lo que conviene, prefiero más bien rogarte en nombre de la caridad, yo, este Pablo ya anciano, y además ahora preso de Cristo Jesús.”

También, aunque le manda al siervo Onésimo para que sea recibido de nuevo en la casa del amo, habla de él con mucho respeto, no recordando su pasado sino el cariño que le tiene “te lo devuelvo, a éste, mi propio corazón.”

Entre las líneas de esta carta, el mensaje del Cristianismo no determina ningún orden social del mundo cuyo construcción es efímera, alterable y corruptible, sino pretende liberar a los hombres y hacerlos que, encontrándose en cualquier estructura social y de cualquier época, sientan, vivan y reaccionen como libres, pero con la libertad que Cristo otorga.

Hechos de los Apóstoles

Hechos de los Apóstoles

Es el libro que describe la predicación de la Iglesia Primitiva sobre el Resucitado de entre los muertos y la acción del Espíritu Santo en los fieles.

Fue escrito por San Lucas, el escritor del tercer Evangelio. Eso lo sabemos por la persona llamada Teófilo, a quien ambos libros dirigieron su palabra. Mientras el primer tomo (Evangelio según San Lucas) fue dedicado a “todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio hasta el Día de su Ascenso” (Hech.1, 1-2), el segundo tomo (Los Hechos), a la predicación de la Primera Iglesia en el mundo de aquel entonces.

La construcción de Los hechos se basa en el aviso del Señor antes de su ascenso a los cielos: “recibirán poder, cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes, y de este modo serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra.” (Hech.1,8), así, el libro comienza en Jerusalén y acaba en Roma (las confines de la tierra).

El Espíritu Santo llena a los Apóstoles de fuerza, de bien decir y valor; ellos predican con alegría y confianza, y hacen milagros en el Nombre del Señor; día con día, miles de gentes se convertían al “camino”, se bautizaban y “se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hech.2,42). Este es el dinámico clima que prevalecía en la Iglesia Primitiva descrita por San Lucas en los Hechos de los Apóstoles.

San Lucas, como discípulo y acompañante de San Pablo en sus giras evangelizadoras, dedicó la mayor parte de su libro a la predicación de su Maestro entre los gentiles, a los obstáculos que enfrentaban y cómo los resolvían con la Gracia del Señor y la inspiración del Espíritu Santo.

San Pablo se convierte a las puertas de Damasco (capítulo 9), y sale desde Antioquia a predicar en toda Asia Menor, Grecia, hacia Roma instituyendo iglesias en cada ciudad, y enfrentando a judíos y a cristianos de origen judío que se oponían a la predicación entre los gentiles, sin tener miedo de enfrentar ni a las autoridades romanas, ni a los obstáculos culturales.

San Lucas escribe Los Hechos de los Apóstoles no como un historiador que expone, sencillamente, la vida y la actividad de la Iglesia primitiva, sino como teólogo que atribuye esta vida y actividad a la dirección del Espíritu Santo; en esencia, podemos decir que se trata de “los Hechos de la Iglesia” o mejor dicho “los hechos del Espíritu Santo”.

Penitencia y Confesión

El artíclulo, escrito por el Archimandrita Ignacio Samaán, es tomado del libro “Atrios del Señor”, Editado por nuestra Arquidiócesis

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Misterio

La palabra misterio, en el sentido sacramental, indica la entidad o realidad que está oculta a los no creyentes, y que es concebida y asimilada en la comunión de la Iglesia. San Nicolás Cabasilas describe los Sacramentos como canales celestiales por medio de los cuales el Señor introduce a los fieles en su Reino, una puerta que se nos abre a la Presencia del Señor.

El Misterio, a fin de cuentas, es la providencia salvífica de Dios, es Cristo (Col 2: 3), «el misterio mantenido en secreto durante siglos eternos» (Rom 16: 25. Véase también Ef 1: 9-10; Ef 3: 5, 6, 9), es el misterio del amor infinito de Dios. Toda obra efectuada en el Espíritu Santo por la edificación de la comunidad es un misterio en la concepción ortodoxa.

Penitencia

El vocablo griego μετάνεια (metania), que significa «penitencia», está compuesto por dos palabras: μετα cuyo significado es «cambio», y νοός que indica «el ojo espiritual del alma», por lo que la penitencia es el cambio de mentalidad, actitud y curso de vida. Es un cambio existencial realizado no por fuerzas humanas, sino por el poder divino. Esta penitencia verdadera es un retorno del ser humano hacia su estado natural. Cuando el hombre vuelve a su propia naturaleza, la comunión con Dios se hace posible y se efectúa la reconciliación.

Los Padres aseguran que ella ha de ser constante hasta la muerte. Dice san Isaac el Sirio: «La penitencia es necesaria para cualquiera que procura la Salvación, sea pecador o justo; porque la perfección no conoce límites. Aún la perfección de los adelantados espiritualmente mengua. Por eso la penitencia no cesa sino hasta la muerte.» La literatura monástica nos platica de san Sisoe: cuando estaba por apartarse de este siglo, su rostro radiaba como el sol. Los padres lo cercaban y él les dijo: «He aquí que veo a los ángeles acercándose para llevarme, y yo les suplico me dejen un rato más para arrepentirme.» Los ancianos le decían: «Tú no necesitas de arrepentimiento, padre nuestro.» Les contestó: «En verdad, dudo si lo he iniciado.» Entonces todos comprendieron qué sublime estatura de santidad había alcanzado.

Y para comprender la constancia de la penitencia, hay que deshacerse de la concepción superficial que la identifica con mera culpabilidad por cierta actitud dañina, o con un dolor o temor ante heridas que nos podemos haber provocado a nosotros mismos o al prójimo. Si bien estos sentimientos son elementos necesarios, no son en sí la penitencia total, ni siquiera su dimensión más esencial. La penitencia no necesariamente es una crisis emocional, sino es la centralización de nuestra vida con base en un eje nuevo: la Santa Trinidad. San Teófano el Recluso dice: «Mientras la habitación esté inmersa en la oscuridad, jamás advertiremos su inmundicia; pero en cuanto sea iluminada con una luz vigorosa, podremos ver hasta el grano de polvo más minúsculo. Lo mismo pasa en la habitación de nuestra vida, pues el orden de las cosas no consiste en arrepentirse para luego comprender a Cristo sino, más bien, la luz de Cristo que penetra en nuestra vida nos hace percibir de un modo verdadero nuestro pecado personal.» Da testimonio de este orden espiritual la visión del profeta Isaías: primero observa al Señor sentado en el Trono y escucha a los Serafines decir: «¡Santo, Santo, Santo!», luego se lamenta diciendo: «¡Hay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!» (Is 6: 1-5) El inicio de la penitencia es observar la belleza y gloria de Dios, no la fealdad y miseria mía. San Pablo dice: «La tristeza que es según Dios produce un irreversible arrepentimiento para la Salvación» (2Cor 7: 10). Entonces, no se trata de una tristeza melancólica que mira hacia nuestros defectos sino arriba, hacia el amor de Dios; no atrás con remordimiento y culpabilidad sino adelante con confianza y gratitud; no observamos lo que no hemos podido cumplir, más bien, lo que podremos realizar por la Gracia de Cristo.

La vida cristiana no consiste en acatar ciertos mandamientos, porque la ley antigua se transformó en ley espiritual escrita sobre las tablas de nuestro corazón. Obedecemos, pues, a Dios no por temor ni buscando recompensas, sino porque lo amamos. Nos arrepentimos no porque hemos trasgredido cierta ley sino porque buscamos constantemente a Dios. Pecamos no al desobedecer algún mandamiento sino al empobrecernos en amor y al vivir lejos de su Gracia. El padre confesor ayuda al creyente para descubrir lo negativo que ha hecho, pero además lo positivo que ha dejado de practicar. Este paso primero, que es el más difícil, consiste en que el hombre reconozca interiormente su pecado. Dice san Isaac el Sirio: «El que reconoce su pecado es más importante que el que resucita a un muerto.»

Confesión

La confesión es la expresión de la penitencia efectuada de antemano en el alma. El hombre se arrepiente en lo profundo de su ser, y esto lo estimula hacia la confesión total. Dice san Juan el Evangelista: «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1: 8-9).

En la Iglesia primitiva, la confesión se practicaba ante toda la asamblea; pero, posteriormente y por razones de índole pastoral, a partir de una orden del patriarca de Constantinopla Nectario, la práctica comunitaria de la confesión fue disminuida en dicha ciudad, y paulatinamente en los demás patriarcados; y se concluyó definitivamente que la confesión de los pecados se realizara ante el sacerdote de una manera individual, debido a que el presbítero, además de escuchar la Confesión, guía e instruye de una forma que hace de la confesión una renovación o prolongación del santo Bautismo. «Me atrevo a decir que el manantial de lágrimas que surge después del Bautismo es aún más importante que el mismo: nosotros, que recibimos el Bautismo desde infantes, volvemos a mancillarlo; sin embargo, por medio de las lágrimas lo devolvemos a su pureza original», dice san Juan Clímaco.

San Siluán de Athos dice: «¿Cómo sabes que Dios te ha perdonado los pecados? Si odias el pecado, si tienes compasión del pecador, si te alegras con el que se arrepiente por sus faltas, si perdonas a tus deudores, todo ello indica que Dios te ha perdonado. Si amas significa que el amor de Dios mora en ti. El penitente es quien padece con todos los hombres y, especialmente, con los que no conocen a Dios.»

¿No es suficiente confesarse ante Dios?

Dice Santiago, hermano del Señor: «Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros para que seáis curados» (Sant 5: 16). San Doroteo de Gaza (Siglo VII) enfatiza que quien no tiene un guía en su vida espiritual asemeja a una hoja en el otoño que, al ser privada del alimento del árbol, se seca y cae de la rama, y en consecuencia es pisoteada y menospreciada. «Al que encubre sus faltas, no le saldrá bien; el que las confiesa y abandona, obtendrá piedad», dice el libro de los Proverbios (Prov 28: 13).

El cristiano se arrepiente ante Dios y los hermanos, y su arrepentimiento procura reconciliación. El sacerdote, como representante de la comunidad de los fieles, es testigo, guía y ministro del Misterio: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20: 23). Esta sentencia no se debe entender desde una perspectiva legal o protocolaria, más bien, como un don espiritual que ha sido otorgado a los discípulos para guiar las almas hacia la penitencia. El sacerdote no es el dueño del perdón sino el servidor del Misterio. Dios es quien perdona las transgresiones de los hombres, y el sacerdote pide por ello en el Nombre de Cristo Jesús: «Hijo espiritual mío, que a mi indignidad te confiesas: no puedo yo, indigno y pecador, perdonar ningún pecado sobre la tierra, sino Dios es Quien te los perdona. Mas, fiándome en aquella voz divina que recibieron los Discípulos después de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos, y que decía: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”, digo que todo lo que tú has confesado a mi humilde persona y todo lo que no has dicho por ignorancia u olvido, y cualquiera que fuese, que te lo perdone Dios en el presente tiempo y en el venidero» (Eucologio, Sacramento de la Confesión).

La confesión no se debe observar desde la perspectiva del castigo y de la justificación sino, más bien, como alivio y curación. El hombre solo es incapaz de conseguir la salvación (justificación) por un esfuerzo propio –llámese «confesión» u cualquier otro nombre–, por lo que la penitencia jamás será un medio de expiación sino una medicina, y la confesión una operación quirúrgica que procura llevar al enfermo hacia la plena sanidad. Se trata, entonces, de actitudes positivas y no negativas: no  de quebrantar el muro que separa al pecador de Dios, sino de construir puente que lo comunique con Él.

¿Por qué llamamos «padre» al sacerdote, si sabemos que Dios únicamente es el Padre (Mt 23: 9)?

En su carta, san Pablo dice a los corintios: «No os escribo estas cosas para avergonzaros, sino más bien para amonestaros como a hijos míos queridos. Pues hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús. Os ruego, pues, que seáis mis imitadores» (1Cor 4: 14-16). San Juan Crisóstomo, comentando estas palabras de san Pablo, enfatiza que la diferencia entre el pedagogo y el padre está en que éste se encarga de su hijo, lo cuida constantemente y da su vida por él. Y en otra ocasión, él mismo dice: «Es cierto que Dios es el único Padre, el único Santo, como fuente de paternidad y de santidad. El padre espiritual –o el santo– de esta fuente obtiene su paternidad, habiendo recibido el don del Espíritu Santo.» La Tradición eclesiástica consiste en trasmitir la fe a través de la paternidad, por lo que el sacramento de la Confesión es el misterio de la renovación del nacimiento espiritual.

La práctica ortodoxa de la Confesión

Como ocurre en todos los Sacramentos, así también en el de la Confesión, el sacerdote jamás emplearía la fórmula: «Yo te absuelvo de tus pecados», sino que pide humildemente que el Señor acepte la confesión de los fieles: «Oh Señor, Dios nuestro, quien has concedido a Pedro y a la adúltera el perdón de los pecados por medio de las lágrimas, y has justificado al publicano cuando reconoció sus culpas, acepta la confesión de tu siervo (N…) […] pues a Ti sólo pertenece el poder de remitir los pecados […]» (Eucologio, Sacramento de la Confesión). La confesión es dirigida a Dios: «Cristo está presente invisiblemente para escuchar tu confesión.» Y Dios es quien perdona y otorga en abundancia su misericordia.

El padre confesor es hombre de oración que tiene paz interior y procura encaminar a los fieles en las sendas del Señor. Por eso, la Confesión es concebida como un contacto personal, una relación viva entre padre e hijo, en la que no hay necesidad de separadores ni de confesonarios; basta tener en esta reunión el icono de nuestro Señor Jesucristo que confirma su Presencia. Es bueno, pues, darnos vergüenza por el estado pecaminoso y el comportamiento indebido que tenemos, pero aún es mucho más importante tener la humildad para confesarlo, y el deseo y la esperanza para corregir el camino: «Dad frutos dignos de conversión» (Lc 3: 8).

La oración de la absolución es otorgada al confesado como un sello de alegría de la Gracia de Dios que lo acompañará en su lucha espiritual, y no es, por tanto, un arma mágica de justificación. Entonces, la costumbre de pedir absolución antes de la Comunión sin confesarse propiamente es ajena a la Tradición de la Iglesia. El sacerdote recita en una oración del Oficio: «[…] no te preocupes en cuanto a los pecados que has confesado, sino que vete en paz.» La absolución es el sello de la Confesión sacramental y no un protocolo preparatorio antes de la Comunión. Ni una sola vez el hombre puede aproximarse a la santa Comunión con una sensación de estar «justificado»; y todas las oraciones y plegarias, personales y comunitarias, piden por «el perdón y la remisión de nuestros pecados y ofensas», como decimos en la Letanía. Entonces la frecuente Comunión no implica frecuente «absolución» sino constante penitencia y «espíritu contrito»; sin embargo, en ciertos momentos de pesadez en el corazón y de gravedad en la conciencia, el hombre necesita acudir a la medicina de la confesión; es entonces cuando el padre confesor ora sobre la cabeza del penitente la absolución confirmando la reconciliación con la Iglesia y la reincorporación en el Cuerpo del Señor. Únicamente en ocasiones de enfermedades graves o mentales se otorga la absolución sin confesión previa.

Conclusión

La Iglesia nos estimula a practicar asiduamente la Confesión para descubrir la profunda alegría de la penitencia; en cambio, la negligencia en frecuentar el Sacramento nos hace perder la armonía de nuestra marcha espiritual. Por la Confesión, las ventanas del alma se abren para recibir con humildad y agradecimiento la luz de Cristo que penetra e ilumina cualquier oscuridad.

Sacramento de la Santa Crismación según el dogma ortodoxo

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Por Archimandrita Ignacio Samaan

Prólogo

En este artículo se pretende exponer el Sacramento de la Crismación desde la perspectiva dogmático evitando entrar en un debate comparativo sobre su práctica actual en las diversas confesiones cristianas. El objetivo es exaltar la importancia del concepto teológico en la comprensión del Sacramento.

La sencillez de la Iglesia Primitiva y el esplendor de su santidad hicieron de la práctica litúrgica una expresión viva de la fe de la Iglesia, pero también su cofre seguro, ya que la celebración de los Sacramentos no es resultado de una refutación teológica sino que es lo entregado de nuestro Señor Jesucristo por el Espíritu Santo, Quien «os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho.» (Jn 14:26).

Definición general

Crisma es una palabra de origen griego que significa «la unción»; indica el aceite aromático que se usa en el sacramento. El aceite, en general, ocupó un lugar significativo en la antigüedad: los romanos se ungieron con él, en preparación para sus fiestas, siendo un símbolo de la alegría. Con los hebreos, también tuvo su función importante por su propiedad penetrante en el cuerpo, se usaba en las fiestas (Am 6:6), y se derramaba a los visitantes en gesto de generosidad y de respeto (Sal 23:5), hay también que exaltar su importancia en la unción de reyes y sacerdotes, pues como el aceite penetra en el cuerpo y se adentra en los miembros, así el Espíritu de Dios penetra en las almas de los escogidos «El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Noticia» (Isa 61:1).

La mezcla del Crisma contiene aceite de olivo, vino puro de uvas y treinta y cinco esencias y perfumes naturales, entre ellas bálsamo y almizcle. «Tal como Cristo asumió un cuerpo terrenal y es el Sacerdote para siempre ante el Padre, también nosotros recibimos nuestra función sacerdotal de la esencia de las perfumes de la tierra; a fin de que, habiendo recibido esta unción real, seamos dignos de participar con el Señor en su obra redentora de la creación entera», dice san Atanasio.

Antes de tratar el concepto teológico, es provechoso examinar la institución del Sacramento y su aplicación en la Iglesia primitiva.

Institución del Sacramento

San Juan Crisóstomo comenta sobre la Revelación divina en el Bautismo del Señor y dice que el Espíritu Santo vino sobre el Señor «no nada más para indicar a Juan y a los presentes al Hijo de Dios, sino para que aprendas que, a ti también viene el Espíritu Santo cuando te bautizas.» La venida del Espíritu Santo, que san Juan Crisóstomo menciona no se refiere sino a la Santa Crismación cuya institución se adjunta a la del Bautismo sin ser los dos envueltos en un solo Sacramento como lo vamos a ver. Y si la ausencia de una mención clara de la Santa Crismación en las palabras del Crisóstomo se convierte en un obstáculo para entender su intención, san Cirilo, obispo de Jerusalén, aclara cualquier confusión al decir: «Él (Jesús) una vez bautizado en el Jordán […] salió de estas y el Espíritu Santo descendió a Él en forma de visible posándose sobre Él como alguien que le era semejante. De modo también semejante, después de que subisteis de las sagradas aguas de la piscina, se os ha dado el Crisma, imagen realizada de aquel con el que fue ungido Cristo: en realidad es el Espíritu Santo» (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1991, Pág. 512).

La práctica primitiva del Sacramenta

En tiempos de los Santos Apóstoles, la aplicación del Sacramento de la Crismación era confiada, exclusivamente, a los mismos apóstoles por la imposición de las manos sobre los bautizados. Eso lo vemos en (Hch 8:9-17): el Diácono Felipe bautizó a los samaritanos, pero dado que no tenía la autoridad de la imposición de manos (Crismación), uno de los apóstoles tuvo que venir para aplicar el Sacramento: «entonces les ponían (Pedro y Juan) las manos y recibían el Espíritu Santo.» (Hch 8:17). San Pablo también, después de bautizar a unos discípulos del Bautista en el nombre del Señor Jesús, les puso las manos «y habiéndoles Pablo impuesto las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo» (Hch 19:1-6).

No mucho después, se percibe una ausencia de dicha aplicación por imposición de los manos. Pues el Sacramento ya se aplicaba por la unción con el Crisma consagrado exclusivamente por los Apóstoles y, posteriormente, por sus sucesores, los obispos. A partir del Siglo II, muchos testimonios dan testimonio ya del uso del Santo Crisma. El más antiguo se atribuye a San Teófilo de Antioquía (180 d.C.): «Nos llamamos Cristianos, porque fuimos crismados (ungidos) con el óleo de Dios.» Tertuliano dice: «Al salir de la pila bautismal, fuimos ungidos con el Santo Óleo»; también la Tradición apostólica de Hipólito, obispo de Roma (215), incluye una clara referencia  sobre  la Crismación.

Aunque no sabemos el lapso exacto en el que se empezó a usar el óleo definitivamente en el Sacramento, no obstante, la extensa difusión de dicha aplicación, en Oriente y Occidente según los testimonios arriba mencionados, nos convence de que el origen de su uso se remota al Siglo I y, lo más probable, a la época de los apóstoles, ya que en ningún testimonio histórico se ha mencionado alguna pelea o discusión sobre la utilización del Santo Crisma, lo que confirma su autenticidad apostólica.

Sostiene esta teoría el hecho de que los mismos Apóstoles, aún realizando el Sacramento por imposición de manos,  tenían completamente axiomática la relación entre el descenso del Espíritu Santo y el verbo «ungir» (χρίζω); por ejemplo, Juan el Evangelista dice: «En cuanto a vosotros, estéis ungidos por el Santo (Espíritu) y sabéis todas las cosas.» (1Jn 2:20). Εl Apóstol San Pablo escribe a los tesalonicenses: «Es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones.» (2Cor 1:21-22).

San Nicolás Cabasilás, teólogo del siglo XIII, observa que la Iglesia trata ambos gestos litúrgicos, unción e imposición de manos, en concomitancia: «Los reyes y los sacerdotes, bajo las antiguas leyes, se ungían. La Iglesia, pues, usa la unción para entronizar a los reyes, mientras impone las manos en la ordenación de los sacerdotes, eso significa que mira hacia la imposición de manos y la unción con el mismo ojo […] En realidad los Padres de la Iglesia llaman a la ordenación una unción sacerdotal.» Son como las dos caras de una sola moneda.

La Crismación, realización del Sacramento del Bautismo

En el rito ortodoxo, la Crismación acompaña al Bautizo, pues no separa la unción de la inmersión más que el vestirse en blanco. Esa adhesión es una herencia eclesiástica, más aún, evangélica: «porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.» (1Cor 12:13). San Juan Crisóstomo, comentando este versículo, dice: «En el descenso del Espíritu Santo, que aceptamos durante el bautizo antes de participar en la Divina Eucaristía […], todos hemos recibido el mismo Espíritu»; tan obvia es la adhesión entre Bautismo y Crismación, que el segundo parece disolverse en el primero. En realidad, al decir «antes de participar en la Divina Eucaristía», el Santo obispo se refiere a la Crismación, pues esta relación legítima  entre los dos sacramentos no contradice a que sean dos, ya que el recién bautizado se reviste con la túnica blanca por haber sido bautizado y también para ser ungido.

Por el bautismo «se le devuelve al hombre su verdadera naturaleza en Cristo, pues se libera del aguijón del pecado y se reconcilia con Dios y con la creación» (Alexander Schmemann). Es la incorporación del bautizado en el cuerpo de Cristo por la participación en su Muerte y su Resurrección (la triple inmersión) es lo que expresa el canto con el cual los fieles reciben a los bautizados: «Vosotros que fuisteis bautizados en Cristo, de Cristo os revestisteis.»

El Espíritu Santo otorga a cada persona re-creada según la imagen de Dios la posibilidad de realizar la semejanza; la realización de la semejanza era la vocación que el primer Adán perdió por su caída ya que la imagen divina se deformó en él; el Segundo Adán recuperó esta imagen con su Muerte y Resurrección. Nuestro Bautismo, como participación en la Muerte y Resurrección de Cristo, es participación en la imagen recuperada, es decir en el Cuerpo resucitado de Cristo, la Iglesia; y en ella, empieza la marcha hacia la santidad, meta que el Espíritu Santo con su descenso personal (Crismación) hace  factible.

Cabasilás aclara esta compresión cuando interpreta lo dicho por san Pablo: «Pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17:28) y afirma que el versículo mencionado indica los efectos de los tres sacramentos consagrantes en la vida cristiana: «Por la Eucaristía vivimos, por la Crismación nos movimos y actuamos, mientras nuestra existencia espiritual la tomamos en el Bautismo.»

 

Crismación, Pentecostés

  • Pentecostés, el descenso del Espíritu Santo

«Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos unidos (la Iglesia) […] quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2:1-4). Pues el mismo Espíritu Santo era otorgado a los apóstoles como don, mientras los carismas —es decir, las fuerzas y capacidades que los apóstoles tuvieron enseguida— son consecuencias del misterio realizado; pues, mientras los apóstoles recibieron al Espíritu Santo, Él les concedió hablar en otras lenguas.

En los Maitines de la Fiesta de Pentecostés cantamos: «Oh Santísimo Espíritu, que procede del Padre, y viene, por el Hijo, sobre los Discípulos […]» (Exapostelario de Pentecostés). El icono de Pentecostés revela la reunión de la Iglesia, el Cuerpo del Señor, en la que el Espíritu Santo descendió a cada uno de los miembros: «Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos» (Hch 2:3).

  •  «El sello del don del Espíritu Santo»

La unicidad de este sacramento y su importancia se manifiestan en la frase recitada al ungir los miembros del bautizado: «el sello del don del Espíritu santo», lo que revela la Crismación como Pentecostés. Sería equivocación mezclar el uso de la palabra «don» en singular (κάρισμα) con el plural «dones» (καρίσματα), cuando se dice que la frase mencionada —como explican algunos teólogos de Oriente influenciados por una teología escolástica occidental— se refiere a la adquisición unos dones del Espíritu Santo. 

Es obvio que la práctica litúrgica ha insistido siempre en el uso singular de la palabra «don», a pesar de que el vocabulario eclesiástico la dispone también en plural; p.e. San Pablo dice: «Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo» (1Cor 12:4). Si la meta del Sacramento de la Crismación fuese conceder «dones» especiales u otorgar una «Gracia» necesaria para que el hombre conserve su vida cristiana, la palabra hubiera aparecido en plural. Si no aparece en plural, es debido a que la novedad de este Sacramento y su completa unicidad surgen de que otorga al hombre, no un don especial o dones del Espíritu Santo, sino que le otorga al mismo Espíritu Santo como don. (Alexander Schmemann).

  • Pentecostés de los Apóstoles: primera práctica de la Crismación

El Espíritu Santo que descendió sobre los Apóstoles en forma de «lenguas como de fuego», desciende sobre los bautizados invisiblemente por el sacramento de la Crismación: «Somos ungidos con el Crisma que es el símbolo del descenso del Espíritu Santo», dice San Cirilo de Alejandría.

En la oración que inicia cada servicio, rogamos al Espíritu Santo: «ven a habitar en nosotros», ya que la adquisición del Espíritu Santo es «el objetivo de toda vida cristiana» como dice san Serafín de Sarov. En otras palabras, según Vladimir Losky, un teólogo ortodoxo contemporáneo: «Pentecostés es el objeto y la meta de la Divina Providencia en la tierra», ya que el Reino del cielo, como lo define San Pablo, es «justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rom 14:17). Dado que el Espíritu Santo no se encarnó sino el Hijo, su presencia personal no tiene imagen sino que revela todo lo que pertenece a Cristo, pero «todo se vuelve icono o imagen suyo (del Espíritu Santo) cuando viene y hace su morada en nosotros» (Alexander Schmemann); Cristo mismo en su diálogo con Nicodemo habla de esta presencia dinámica del Espíritu Santo: «el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a donde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3:8). Se trata, entonces, de una experiencia personal inexpresable por el vocabulario humano.

Obteniendo al Espíritu Santo por la Santa Crismación, la santidad es el nuevo contenido y objeto de nuestra vida: «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gal 5:25).

Consagración a Dios

En este Sacramento se anuncia la consagración entera del bautizado a Dios. Por eso, el sacerdote unge con la señal de la cruz todos los miembros del cuerpo, pues esta consagración es un obsequio de Dios, que el hombre es incapaz de obtener salvo por la asistencia de Espíritu de Dios. San Cirilo de Jerusalén explica a los recién iluminados la importancia de la unción de las diferentes partes del cuerpo: « Fuisteis ungidos en primer lugar en la frente, para ser liberados de la vergüenza que el primer hombre que pecó exhibía por todas partes y para que, a cara descubierta contempléis la gloria del Señor como en un espejo. Después en los oídos, para que pudieseis oír los divinos misterios, de los que Isaías decía: “Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos” (Is 50: 4); […] Luego fuisteis ungidos en la nariz, para que, al recibir el divino ungüento, dijeseis: “Somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salven” (2Cor 2: 15). También fuisteis ungidos en el pecho, para que “revestidos de la justicia como coraza” pudieseis resistir a las asechanzas de Diablo” (Ef 6: 14, 11)» (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1991, Pág. 514)

Epílogo

Si los Sacramentos Eclesiásticos son una verdadera Presencia Divina en la vida de la Iglesia y de los creyentes, la Santa Crismación es una presencia del Espíritu Santo, presencia que sella su vida para siempre. Pero el amor divino nunca elimina la libertad del hombre, el cual tiene que escoger entre «sí» o «no» para que el Sacramento actúe en él; si se encuentra «vaso de elección», su vida resplandece con una santidad del «Santo» que mora en él, y será un icono de Quien no tiene imagen.

El Sacramento del Santo Bautismo

bautismo

Prólogo

El Bautismo es el sacramento de la incorporación en la Iglesia, cuerpo del Señor; el sacramento por medio del cual nos hacemos dignos de recibir el nombre de cristianos. Ciertamente, es mucho más que un simple evento social en el que nos preocupamos por cosas mundanas; pues como padres, padrinos y fieles, lo que nos ha de preocupar es la responsabilidad que asumamos ante Dios respecto a la criatura que es bautizada.

La celebración bautismal refleja la alegría de la Iglesia entera, tanto aquí en la tierra, como en el cielo: he aquí que, el recién iluminado, nacido «de lo alto» hacia la Vida eterna, andará en los caminos de la salvación.

El Bautismo de los niños

La tradición del Bautismo de los niños tiene su origen en la Iglesia primitiva. Según Hechos de los Apóstoles, los que creían en «el camino» eran bautizados con todos «los de su casa» sin excluir a los niños (Véase Hechos 10:47-48, 16:15, 16:31-33, 18:8, 1Cor1:16).

 San Ireneo, obispo de Lyón (200-230) dice en uno de sus escritos: «Vino (Cristo) en persona a salvar a todos, es decir, a todos los que por Él nacen de lo alto para Dios: recién nacidos, niños, muchachos, jóvenes y adultos.» El hecho de que san Ireneo mencione, tan espontáneamente, a los niños y recién nacidos entre los bautizados, muestra que esta tradición era una práctica auténtica e «instintiva» en la consciencia de la Iglesia.

La Iglesia no impone el entendimiento como una condición para recibir el Bautismo, sino al contrario: se requiere de la divina Gracia, otorgada por el Bautismo, para comprender o, más bien, para asimilar las verdades de la fe. Ciertamente es por el Bautismo que adquirimos la bienaventurada pureza sin la cual, según el Señor, «nadie puede entrar en el Reino de los cielos» (Mt 18:3).

Eso no significa dejar al niño bautizado sin atención. Pues la Iglesia, al bautizarlo, le da la posibilidad de crecer en la «estatura espiritual», siendo encargados sus padres y padrino de guiar y alimentarlo hacia la vida en Cristo. La Iglesia no bautiza ciegamente a todos los niños sino a los que pertenecen a ella a través de sus padres o de los que se encargan de ellos como parte de la comunidad de los creyentes.

El padrino

Desgraciadamente, el ser padrino a menudo es visto como una tarea social o, a lo mucho, moral: una persona que se encarga de traer regalos al niño de vez en cuando. ¡Qué devaluado concepto!

En realidad, el padrino equivale a un padre espiritual, y la responsabilidad ante Dios es grande y terrible: enseñar al niño los principios cristianos, educarlo en la fe ortodoxa y proporcionarle la ocasión para conocer y amar a esta «familia» de la cual es un miembro, y cuya cabeza es Cristo. Cumplir con esta responsabilidad, respecto al crecimiento espiritual de nuestros hijos, no es menos importante que asegurar el desarrollo físico de ellos.

Por el bautismo se forma entre el padrino y el bautizado una relación de paternidad y filiación, así que los hijos del padrino son hermanos del ahijado y, por consecuencia, no se pueden casar entre ellos.

Conceptos teológicos

  • El Bautismo, nuevo nacimiento

En la caída, Adán se alejó de Dios, de la verdadera Vida, ahogándose en la muerte espiritual. Así que cada hombre sale a este mundo, cercado de las consecuencias de dicha muerte: corrupción, tendencia hacia el pecado y muerte corporal. El Bautismo es el nuevo nacimiento «de lo alto», en el cual se nace «no de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nace de Dios» (Jn 1: 12-13), y vuelve a su belleza original.

 

  • El Bautismo, un sacramento pascual

En los primeros siglos de la cristiandad, la noche de Pascua, es decir, el Sábado de la Gloria, era, por excelencia, el día de los bautizos.

Esta vinculación entre el sacramento del Bautismo y la Resurrección del Señor, se debe a que el Bautismo es la participación en la Muerte del Señor y en su Resurrección, conforme a la Carta de san Pablo a los Romanos que se lee en el oficio del Bautismo: «Cuantos fuimos bautizados con Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte; fuimos, pues, con Él sepultados por el Bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6: 13-14). En el Bautismo, el hombre es revestido de Cristo: muere por el pecado, y se renueva en la justicia y santidad.

 

  • ¿Por qué el agua?

Durante las consecutivas etapas de la humanidad y en todas las civilizaciones, el agua siempre ha tenido cierto privilegio y cierta importancia, que la hicieron parte de la mitología, y uno de los símbolos religiosos más antiguos de la humanidad. El agua, como símbolo, tiene las tres siguientes dimensiones:

  1. Creación y vida: No hay vida sin agua; por lo que el hombre primitivo a menudo consideraba el agua como el principio de la vida. El mismo relato bíblico del Génesis le da al agua una parecida «primacía» cuando menciona que en el principio, «el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gén 1: 2). En este sentido, el agua simboliza en el mundo la vida y la creación.
  2. Destrucción y muerte: pero también el agua ha sido identificada con la oscura profundidad, la imagen de todo lo irrazonable e incontrolable en este mundo. En muchas antiguas culturas, el mar se consideraba como la morada de los demonios. Con esta perspectiva, si bien el agua es el elemento de vida, es también una fuerza destructiva: mientras en el momento de la creación el agua reflejaba la vida, en la historia del diluvio presentó la causa de la catástrofe, un reflejo de la corrupción.
  3. Purificación: la tercera dimensión de este símbolo es su característica purificadora con la que funge como medio de renovación e innovación, quitando del mundo la suciedad y devolviéndole su original pureza.

Entonces, la importancia del agua en el sacramento del Bautismo consiste en que, por sus tres dimensiones, y como símbolo, representa la historia de la salvación: creación (vida), caída (corrupción) y redención (renovación). Así que en el sacramento del Bautismo, por el agua consagrada, está presente el misterio de la divina Providencia en sus tres ciclos: creación, caída y redención.

El Oficio del Bautismo

  • Oración del catecúmeno

El catecúmeno es la persona que está en una etapa de preparación para recibir el santo Bautismo, preparación con catecismo, oración y ayuno. Hoy en día, como en la mayoría de los casos el bautizado es niño, entonces la tarea del catecismo se pospone; pero antes de iniciar el servicio del Bautismo, el sacerdote recita al bautizado unas oraciones preparatorias (exorcismos) para la expulsión del demonio, fuera de la buena criatura de Dios. En nuestro camino hacia la pila bautismal, sin lugar a duda, chocamos con el maligno que tratará de detenernos. Aunque no lo vemos, el demonio está presente para defender lo que había robado a Dios; la Iglesia sabe que está: «Arroja de él todo espíritu maligno, impuro, oculto y anidado en su corazón», dice el celebrante, mientras sopla en la boca, la frente y el pecho del catecúmeno, siendo el aliento la señal de vida.

  • Renuncia a Satanás e incorporación a Cristo

«¿Renuncias a Satanás, a todas sus obras, a todos sus ángeles, a todo su culto y a todas sus vanidades?» es una pregunta que el sacerdote repite tres veces, y el catecúmeno, o su padrino en su representación, responde: «Sí, renuncio a Satanás.» Quizás alguien se opondría al uso de esta fórmula «caducada» pensando que ya no es vigente para nuestros tiempos. Pero si nos percatamos, percibiremos que todo lo que nos aleja de Dios dominándonos es el culto a Satanás, sea lo que sea, dinero, vanagloria, concupiscencias, etc., y «nadie puede servir a dos Señores» (Mt 6: 24).

Después de renunciar a Satanás, el catecúmeno exclama su deseo de unirse a Cristo, y confirma su fe diciendo: «Creo en Él como Rey y Dios». La fe no es una ideología, sino un modo de vivir en el cual Cristo reinará todos los aspectos.

  • Credo de Fe

En seguida, el padrino recita el Credo: «Creo en un solo Dios…» El verbo «creer» cuando está acompañado por la proposición «en» implica mucho más que una ideología o enseñanza; «Creo en ti» significa me inclino hacia ti, cuento contigo, pongo mi confianza en ti, espero en ti. Esto es lo que el catecúmeno confiesa al recitar el Credo. (Véase Kallistos Ware, Obispo, El Dios del Misterio y de la Oración, Traduc. Alfredo Casais, Edit. NARCEA, Madrid 1997, Pág. 32.)

  • La consagración del agua

La redención del hombre comienza con la liberación de la materia (el agua), es decir, purificarla y devolverle su función original: medio de comunión con Dios. «Tú mismo, pues, oh Rey amante de la humanidad, asístenos ahora con el descenso de tu Espíritu Santo y santifica esta agua» (Exclamación de la oración de la consagración del agua, que el sacerdote repite tres veces).

  • El óleo de júbilo

Previamente a la inmersión en el agua bautismal, el sacerdote unge al niño con el óleo. Éste, siendo fuente de luz, es causa de alegría: «Úngese el siervo de Dios (N…) con el óleo de júbilo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», dice el sacerdote mientras unge al niño. San Juan Crisóstomo explica que, como los soldados antiguamente eran ungidos con aceite en preparación para la batalla, de la misma manera, nosotros somos ungidos con el óleo siendo soldados de Cristo. «…para que le sea unción de incorrupción, arma de justicia, renovación del alma y del cuerpo, rechazo de toda acción diabólica y liberación de los males para todos cuantos se unjan con él con fe…» (Oración del óleo de júbilo).

  • La inmersión

La inmersión en el agua es la señal tangible de lo que el Bautismo presenta: el bautizado es sepultado con Cristo muriendo al hombre viejo, y arrancado del agua en señal de vida y resurrección. De aquí surge la importancia de la inmersión. Además, lingüísticamente, el verbo βαπτίζω «bautizar» —que Cristo usó al decir a los apóstoles: «vayan, pues, y hagan discípulos a todas las naciones bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28:19)—, este verbo implica la inmersión en el agua y no cualquiera aspersión.

También la práctica de la Iglesia de los primeros siglos testifica la manera con que el bautizo era aplicado. San Hipólito, obispo de Roma (220-230) en su documento Tradición Apostólica, describiendo la fiesta bautismal dice: «El bautizado baja hacia el agua, y el obispo le pregunta que si cree en el Padre todopoderoso, y al confirmarlo, es sumergido; en el Hijo de Dios Jesucristo que nació de la Virgen […], lo sumerge por segunda vez; y al confirmar su creencia en el Espíritu Santo, lo sumerge por tercera vez» (San Hipólito de Roma, Tradición Apostólica, 21).

El sacerdote sumerge a la criatura en el agua tres veces diciendo: «El siervo de Dios (N…) es bautizado en el nombre del Padre: Amén; del Hijo: Amén; y del Espíritu Santo: Amén.»

San Juan Crisóstomo señala la conjugación del verbo «es bautizado» que viene en voz pasiva, como una indicación de que el sacerdote no es sino el instrumento de la divina Gracia, que fue elegido por el Espíritu Santo para esta tarea.

  • La ropa blanca

El Bautismo es una fiesta doble: la alegría de la pequeña familia con su niño bautizado, y la de la familia grande, la Iglesia, ya que una nueva criatura ha sido inscrita en el libro de la vida. El niño está vestido con ropa blanca y nueva, la blancura de la pureza y la novedad de la vida que lo han de acompañar en su camino. Así que, guardando el Bautismo y acudiendo a los santos Sacramentos, gusta de la riqueza de la divina Presencia y anticipa el gozo de la Vida eterna.

  • El Sacramento de la Crismación

Crismación se refiere al Sacramento que el Occidente suele llamar Confirmación. La palabra es derivada del verbo crismar cuyo origen griego χρίσμω significa ungir.

El santo Crisma es un compuesto aromático que contiene más de treinta tipos de aromas, flores y hierbas que se prepara en óleo de olivo y vino. Se cocina y consagra el Jueves Santo, en presencia y concelebración de patriarcas y obispos de todas las Iglesias Ortodoxas en el mundo, en una ceremonia solemne. Y la Crismación es la unción del bautizado con el santo Crisma.

En el rito ortodoxo, la Crismación es vinculada al Bautismo inseparablemente, ya que el vestido blanco es la única acción que determina el paso de un Sacramento al otro: la iluminación obtenida por el Bautismo, hace al bautizado digno de recibir «el sello del don del Espíritu Santo» (plegaria que el sacerdote recita mientras unge los miembros del bautizado con el santo Crisma).

Esta vinculación es una herencia evangélica: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos  y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1Cor 12:13). San Juan Crisóstomo, comentando esta afirmación de san Pablo, dice: «Por el descenso del Espíritu Santo, que recibimos en el Bautismo antes de participar en la Divina Eucaristía […] todos probamos el mismo Espíritu Santo». Este descenso del Espíritu Santo se refiere al Sacramento de la Crismación.

El Bautismo, como participación en la Muerte del Señor y en su Resurrección, es la incorporación en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, donde se arrancará la marcha hacia la santidad; y la Crismación es el Pentecostés personal: el Espíritu Santo que descendió a los apóstoles reunidos en la sala el día de Pentecostés, desciende sobre el bautizado por la unción con el santo Crisma. (Para más detalle sobre la Crismación véase el artículo Sacramento de la Santa Crismación.)

  • La procesión

Antiguamente el Bautismo junto con la Crismación se celebraba dentro de una construcción separada de la iglesia, llamada baptisterio. Al terminar la Crismación los bautizados, vestidos de blanco y con velas en las manos, eran dirigidos por el obispo y los clérigos en una procesión hacia la iglesia, donde los fieles esperaban la llegada de los bautizados para iniciar la Eucaristía. Los fieles recibían a los iluminados cantando: «Vosotros que fuisteis bautizados en Cristo, de Cristo os revestisteis. ¡Aleluya!» (Gál 3:27).

Esta práctica ritual es el origen de la procesión que celebramos con el bautizado alrededor de la pila bautismal expresando la iniciación del bautizado en el sacramento de la Eucaristía, y la alegría de la Iglesia entera, tanto visible como invisible: velas, ropa blanca e incorporación a la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

  • La primera Comunión

La Comunión de los preciosos Cuerpo y Sangre de Cristo es la Perla espiritual de la cual no tenemos el derecho de privar al ya bautizado, sea adulto o niño; es la leche necesaria para su crecimiento espiritual. Que el niño no entienda la importancia de la leche de su madre, no justifica el privársela.

En la Iglesia de los primeros siglos, cuando los bautizos se celebraban durante la divina Liturgia, los nuevos iluminados —niños, adolescentes o mayores—, siendo los festejados, se acercaban a la Comunión primero, y después de ellos los demás fieles.

Por consiguiente, en la Iglesia Ortodoxa, la primera comunión se celebra inmediatamente después del Bautismo y la Crismación, o sea, en la misma ceremonia.

San Nicolás Cabasilas (Teólogo Ortodoxo del siglo XIII) atestigua la unión entre los tres sacramentos (Bautismo, Crismación y Comunión), pues leyendo lo dicho por san Pablo: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17:28), lo interpreta así: «Por la Eucaristía vivimos, por la Crismación nos movemos y trabajamos; mas nuestra existencia espiritual la debemos al Bautismo.»

  • La Tonsura

La tonsura siempre ha formado uno de los gestos religiosos principales como símbolo de la obediencia y del sacrificio.

Desde las culturas antiguas el cabello tuvo una referencia simbólica que indicaba la fuerza (Sansón) y la belleza, que se reflejan en la preocupación prolongada por mantenerlo arreglado siempre de un modo que a menudo expresa la identidad, la pertenencia y el carácter. Y el sentido de la tonsura posterior al Bautismo (originalmente ocho días después) tiene que ver con el orgullo de este elemento: el recién nacido no tiene qué ofrecer a Dios más que estos pocos pelos que engalanan su rostro; los ofrece en un gesto de obediencia y de pertenencia a Cristo.

Epílogo

La belleza y la solemnidad del rito del Bautismo hacen del templo el lugar más adecuado para celebrar el santo Sacramento. Pues la devoción y el fervor que el templo de Dios transmite, nos exhortan a sacrificar los gustos mundanos, reemplazándolos por un júbilo celestial; en la iglesia, todo lo que nos rodea nos invita a la oración; mientras que, en otro lugar, quizás nos olvidamos de lo esencial. Por eso, «lo del Cesar devuélvanselo al Cesar, y lo de Dios a Dios» (Lc 20:25).

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