El último gran debate durante la época de los concilios ecuménicos tuvo lugar durante los siglos VIII y IX, cuando Bizancio pasaba de ser un poderoso imperio a convertirse en un pequeño estado amenazado por diferentes flancos por árabes y bárbaros. El tema de debate era la veneración de los iconos, a la cual se oponía el emperador León el Isáurico (716-741). En 726 y en 730 promulgó edictos que prohibían su veneración.[1] El Papa Gregorio II y el Patriarca Germán de Constantinopla se rehusaron a obedecer al emperador, y en 727 Gregorio convocó a un concilio en Roma que confirmó la veneración de los iconos. El Patriarca Germán fue depuesto y exiliado por rehusarse a firmar el edicto; su lugar fue ocupado por el patriarca iconoclasta Anastasio (730-753). La fase más violenta de la iconoclastia se verificó bajo el gobierno de Constantino Coprónimo (741-770), quien pasó a la historia como un cruel perseguidor de los veneradores de iconos. En 754 el emperador sostuvo un concilio en Constantinopla en el que 338 obispos firmaron un coros* iconoclasta. Después de este concilio se desencadenaron fieras persecuciones, particularmente contra el monacato, que a diferencia del episcopado sostuvo firmemente la veneración de los iconos. Muchos monjes se volvieron confesores y mártires.
Aún no se han comprendido del todo los motivos ideológicos de la iconoclastia. Ésta fue tal vez inspirada por el Islam, que para esa época se había vuelto más fuerte, y que prohibía las imágenes de personas, permitiendo sólo la representación de bestias y aves, así como la pintura ornamental. Entre la gente sencilla había casos de abuso en la veneración de los objetos sagrados, y había creyentes que atribuían poderes mágicos a los iconos. Así, los iconos eran utilizados como padrinos en los bautizos y se mezclaba raspadura de pintura de los iconos con el vino utilizado en la Eucaristía. Pero la iconoclastia no sólo rechazaba estos abusos, sino también la idea misma de las imágenes sagradas del Verbo de Dios, la Theotokos y los santos. Los iconoclastas explicaban que era inadmisible retratar a Cristo, pues cristo era tanto Dios como hombre, y que sólo podía retratarse su naturaleza humana. Os iconoclastas citaban también el Antiguo Testamento, que prohíbe las imágenes y la adoración de ídolos (Ex. 20:4-5).
[foto: Juan Damasceno]
Uno de los opositores ideológicos de la iconoclastia fue San Juan Damasceno (c.676- c. 754), que escribió tres tratados contra los iconoclastas poco después de la aparición del edicto de 726. En ellos, demostraba que la tradición del Antiguo Testamento no permitía iconos de Dios porque Dios era invisible; pero después de que Dios se hizo visible tomando la carne humana, es posible y en realidad necesario retratarlo. La veneración de los iconos no tiene nada en común con la idolatría porque la veneración (proskynesis) ofrecida a la imagen material se eleva al prototipo inmaterial, a quien se rinde la adoración (latreia).
En la antigüedad nunca se retrató a Dios el Incorpóreo y sin forma, pero ahora que Dios ha sido visto en la carne y se ha asociado con la humanidad, pinto lo que he visto de Dios. No venero la materia, venero al creador de la materia por mí y aceptó habitar en la materia, y a través de la materia obró mi salvación, y no cesaré de venerar la materia a través de la cual se llevó a cabo mi salvación.[2]
La enseñanza de Juan Damasceno constituyó la base de la definición dogmática del Séptimo Concilio Ecuménico, sostenido en 787 durante el reinado de la emperatriz Irene (775-802). El Concilio decretaba:
…mantenemos sin cambio todas las tradiciones de la iglesia que nos han sido entregadas, ya sea por escrito o de manera verbal, una de las cuales es representar con iconos, lo cual concuerda con la predicación evangélica y que se utiliza para asegurarnos la verdadera y no imaginaria encarnación del Verbo de Dios… Definimos que al igual que la figura de la preciosa y vivificadora Cruz, los santos iconos, ya sean en color, en mosaico o en cualquier otro material, deben exhibirse en las santas iglesias de Dios, sobre los vasos sagrados y sobre las vestiduras litúrgicas, sobre las paredes y los muebles, en las casas, a lo largo de los caminos, especialmente los iconos de Nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo, el de Nuestra Señora la Theotokos, los de los venerables ángeles y los de toda la gente santa. Porque mientras más frecuentemente se contemplen estas representaciones, más a menudo nosotros que las contemplamos recordaremos y amaremos a su prototipo. Los honraremos con un beso y con inclinaciones de veneración, pero nunca con verdadera adoración, lo que según nuestra fe es adecuado sólo para la naturaleza divina. Veneramos estos con la veneración que le rendimos a la figura de la preciosa y vivificadora Cruz, el libro de los Evangelios y otros objetos santos, a través del incienso y la luz de las velas y de acuerdo con la antigua y piadosa costumbre. Porque el honor que rendimos a la imagen pasa a aquél representado en ella, y el que reverencia la imagen, reverencia a la persona representada en ella.[3]
Después del Séptimo Concilio Ecuménico se renovaron las persecuciones contra los iconódulos (los veneradores de los iconos) durante la época del emperador León V el Armenio (813-820). En 815 mandó deponer al Patriarca Nicéforo de Constantinopla y reemplazarlo con el iconoclasta Teodoto Kassiteras. Se convocó un concilio de obispos para condenar el Séptimo Concilio Ecuménico y reconocer el concilio de 754 que denunciaba la veneración de los iconos. Desde entonces las persecuciones contra los iconódulos se extendieron más que durante el reinado de Constantino Coprónimo. El principal opositor de los iconoclastas después de la deposición del patriarca Nicéforo fue el abad del Monasterio de Studios en Constantinopla, San Teodoro el Estudita, quien llevó a cabo una procesión con iconos el Domingo de Ramos del 815 en la cual participaron alrededor de mil monjes. Teodoro fue exiliado y se desterró, torturó o ejecutó a docenas de obispos y monjes. Las persecuciones continuaron durante el reinado de los emperadores Miguel II (820- 829) y Teófilo (829-842).
La época iconoclasta terminó a la muerte del emperador Teófilo, en 843 su esposa Teodora dio por terminada la persecución e hizo regresar del exilio a los confesores del iconodulismo. La sede patriarcal de Constantinopla fue ocupada por San Metodio (†847), quien había padecido mucho durante las persecuciones. En el primer domingo de la gran cuaresma, el 11 de marzo del 843 se proclamó solemnemente la restauración de la veneración de los iconos en Hagia Sofía. Desde entonces y hasta el día de hoy la iglesia ortodoxa celebra el triunfo de la ortodoxia en este día. La controversia iconoclasta no fue un simple debate sobre el aspecto decorativo de la vida de la iglesia, no fue una disputa sobre el ritual. La iconoclastia amenazó toda la vida espiritual de la iglesia en Oriente, que se fue formando a lo largo de siete siglos. Como escribe Leonid Ouspensky:
La iconoclastia venía ligada al aumento general de la laxitud dentro de la iglesia, a la secularización de todos los aspectos de su vida. La inromisión de autoridades seculares violentaba su vida interna, las iglesias se inundaron de imágenes mundanas y se deformaban los servicios divinos con música y poesía profana. Por tanto, al defender los iconos, la iglesia no sólo defendía los fundamentos de la fe cristiana, especialmente la encarnación, sino también el sentido mismo de su existencia. La iglesia luchaba contra su propia disolución en el mundo.[4]
Por esta razón el triunfo de la iglesia sobre la iconoclastia no fue simplemente una victoria sobre una herejía: Fue un triunfo de la ortodoxia como tal.[5]
Durante la época iconoclasta se dio el primer “encuentro” teológico del cristianismo con el Islam, una nueva religión surgida de las estepas de Arabia. Muhammad, el fundador de esta religión, murió en el año 632. Sin embargo, sus seguidores continuaron la campaña militar iniciada por él y establecieron un califato árabe sobre los territorios arrebatados a persas y bizantinos, que a mediados del siglo VII incluían Persia, Palestina, Siria y Egipto. Bizancio había sentido el poder militar del Islam ya desde el reinado del emperador Heraclio; no obstante, sería hasta la era iconoclasta que Bizancio comenzó a reflexionar sobre el Islam como fenómeno religioso. Uno de los primeros teólogos bizantinos que dedicó su atención al Islam fue San Juan Damasceno, quien incluyó el Islam en la lista de herejías cristianas que estaba compilando:
Hay también un pueblo errante que subsiste en nuestros días, precursor del anticristo y sombra de los ismaelitas. Son descendientes del hijo de Abraham, Ismael, nacido de Agar, razón por la cual se llaman tanto agarenos como ismaelitas… solían ser idólatras que adoraban la estrella matutina y a Afrodita, a quien en su propia lengua llamaban Khabar, que significa “grande”. Así que hasta el tiempo de Heraclio eran grandes idólatras; entre aquellos tiempos y nuestros días apareció entre ellos un falso profeta llamado Muhammad. Habiéndose topado con el Antiguo y el Nuevo Testamento, y parece que habiéndose convertido con un monje arriano, este hombre inventó su propia herejía. Habiéndose ganado el favor de la gente por su exhibición de piedad, se complace en palabrerías vanas diciendo que ha recibido del cielo cierto libro. Después de escribir inventos ridículos en este libro suyo, se lo ha entregado a su pueblo como objeto de veneración.[6]
En este fragmento es probable que San Juan tuviera en mente la tradicional exclamación árabe “Allah Akhbar”* y lo interpretara como una adoración a Afrodita.[7] Si bien continuaba después parafraseando varios capítulos del Corán en su disertación, su conocimiento del Islam era en su conjunto superficial. En otro escrito intitulado Conversación entre un cristiano y un sarraceno, San Juan se entra de nuevo en polémica con el Islam. En esta obra presentaba el Islam como una deformación del cristianismo en vez de como una religión independiente que requería un estudio serio.
La importancia de los Concilios Ecuménicos en la historia del cristianismo.
La importancia de la era de los Concilios Ecuménicos para la iglesia consiste antes que nada en el hecho de que a la doctrina ortodoxa se le dio su formulación definitiva durante este periodo. El proceso de establecer y desarrollar el dogma comenzó desde los tiempos apostólicos, y en las epístolas de San Pablo podemos encontrar todos los elementos básicos de la teología cristiana, tales como la doctrina de que Cristo es el hijo de Dios y la enseñanza sobre la iglesia. Se continuó en los escritos de los padres apostólicos y de los padres y doctores de la iglesia de los siglos segundo y tercero. Pero sería en los Concilios Ecuménicos del siglo cuarto que la enseñanza ortodoxa sobre la Trinidad recibiría su forma final, y sería por los debates cristológicos de los siglos V al VII que se asentaría definitivamente la cristología ortodoxa. Por último, la controversia iconoclasta completaría el desarrollo de la teología ortodoxa durante los primeros ocho siglos de la existencia de la iglesia.
A pesar de todos los eventos negativos que los acompañaron, sin importar la interferencia de emperadores y cortesanos, a despecho de las intrigas clericales y no obstante las excomuniones recíprocas y los cismas que a veces les siguieron, los Concilios Ecuménicos fueron momentos de victoria para la verdad de la iglesia. Las definiciones doctrinales de los Concilios Ecuménicos comenzaban con las palabras “le pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros,” señalando la acción conjunta (sinergia) del espíritu Santo y el pueblo en la definición del Dogma. Así, en la iglesia ortodoxa los dogmas de los concilios ecuménicos han sido considerados siempre como divinamente inspirados y no sujetos a revisión. Si bien los siete concilios ecuménicos tuvieron lugar en Oriente, los representantes de la iglesia occidental, en especial los legados del romano pontífice participaron en ellos y las decisiones dogmáticas de estos concilios fueron aprobadas por la iglesia de Occidente. Así fue que la iglesia oriental hizo una contribución decisiva en la formación de la teología de la totalidad de la iglesia ecuménica.
Cada concilio ecuménico da respuesta a una herejía que sacudió la iglesia en algún periodo particular de su existencia. Por esa razón puede decirse que las herejías se convirtieron en una fuerza impulsora del desarrollo de la teología ortodoxa. Fue en respuesta a las herejías que desafiaban a la iglesia, sus enseñanzas y su vida espiritual, que los teólogos encontraron las formulaciones precisas que formarían la base de la tradición dogmática ortodoxa. La ley canónica ortodoxa también se formó durante los concilios ecuménicos. Además de las cuestiones dogmáticas, cada concilio examinó temas disciplinarios y emitió decretos canónicos. Así se sentaron las bases de la tradición canónica de la iglesia, que ha permanecido igual desde entonces. Los cánones datan de los concilios primero al cuarto y séptimo. En los concilios quinto y sexto no se emitió decreto canónico alguno; en 692 se convocó un concilio especial en Constantinopla –el llamado concilio “quinisexto” – para tratar asuntos de índole canónica. Además de los estatutos de los concilios ecuménicos la ley canónica de la iglesia ortodoxa incluye cánones de diversos concilios locales, incluyendo algunos cuyas posturas dogmáticas no fueron aceptadas por la iglesia, (especialmente los concilios de Gangra [c.340] y Antioquía [341]).
Durante la época de los concilios ecuménicos también se definieron las relaciones iglesia- estado. Desde la época del emperador Constantino, estas relaciones fueron siempre complejas. Aunque ya se había formulado desde el reinado de Constantino, el principio de “sinfonía” entre iglesia y estado recibiría su forma definitiva con Justiniano y sería confirmado en la Epanagoge,* compilada a finales del siglo IX por el emperador Basilio I (†886) y sus hijos. Este documento describe al emperador y al patriarca como iguales. Según esta obra, el emperador debe ser “de la más alta perfección en la ortodoxia y la piedad”, “versado en los dogmas referentes a la Santísima Trinidad y en las definiciones concernientes a la salvación por medio de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo”. En lo que respecta al patriarca, establece que debe hablar sin miedo con el emperador respecto a la verdad y la protección de los dogmas y que sólo él “debe interpretar las máximas de los antiguos, las definiciones de los santos padres y los estatutos de los santos concilios.” [8] No obstante, en la práctica esta “sinfonía” fue siempre dictada por el emperador, y nunca por el patriarca, y el emperador imponía a la iglesia su voluntad. Esto sucedía no solo en lo referente a temas disciplinarios, sino también en lo referente a los dogmas. Si el emperador adoptaba el bando de la ortodoxia, los obispos podían firmar sus edictos con limpia conciencia, pero si el emperador se inclinaba a la herejía, la iglesia pasaba tiempos difíciles y se reprimía o ejecutaba a quienes no estuvieran de acuerdo con la voluntad del emperador.
Desgraciadamente, a lo largo de la historia de Bizancio los obispos estuvieron de acuerdo con el emperador demasiado a menudo, aún cuando sus conciencias los debieron empujar a la desobediencia civil. Más aún, un mismo obispo firmaba decisiones tanto heréticas como ortodoxas. La cantidad de obispos oportunistas es era escandalosa: ciento treinta y cinco obispos participaron en el “Concilio de los ladrones” de 449, y hubo trescientos treinta y ocho presentes en el concilio iconoclasta de 754. Muchos de aquellos que habían firmado definiciones ortodoxas en concilios ortodoxos también firmaron los documentos heréticos de los concilios “de ladrones”.
También sucedió lo contrario: Aquellos que sucumbieron a la presión de los herejes se arrepintieron en los concilios ortodoxos. Este oportunismo de la jerarquía de la iglesia, que se hizo especialmente evidente durante la controversia iconoclasta ocasionó que disminuyera la autoridad de los obispos a los ojos de los simples creyentes, contribuyendo a aumentar la autoridad de los monjes. En muchos casos, cuando los jerarcas no cumplían con las demandas de su elevada posición, eran los monjes a quienes se confiaba la misión de proteger la ortodoxia (baste recordar a Máximo el Confesor, Juan Damasceno y Teodoro el Estudita).
¿Cuál ha sido la situación canónica de los concilios ecuménicos a lo largo de la historia de la iglesia? En la iglesia ortodoxa está muy difundida la opinión de que el concilio ecuménico es la más alta autoridad de la iglesia a la cual deben someterse los concilios locales y los primeros jerarcas de las iglesias locales. Algunos piensan que la diferencia entre las iglesias oriental y occidental consiste en el hecho de que el pontífice romano se considera la más alta autoridad de Occidente, mientras que en oriente esta autoridad descansa en el Concilio Ecuménico. Esta idea no tiene sustento en la realidad histórica. Nunca se ha visto a los concilios ecuménicos como autoridad suprema de la iglesia ortodoxa. Durante los casi tres siglos anteriores al primer concilio ecuménico, la iglesia no tuvo el concepto de tal tipo de concilio. Y durante el lapso de doce siglos que han pasado desde el final del séptimo concilio ecuménico, la iglesia ortodoxa ha sobrevivido sin otro. El papel básico de los concilios ecuménicos desde el siglo cuarto hasta el siglo VII consistía en la refutación de herejías específicas que sacudían al mundo ortodoxo en un momento dado, no debe pensarse que la iglesia de los siglos cuarto a séptimo vivió “de concilio en concilio”, ya que los concilios ecuménicos tuvieron lugar de forma irregular, con intervalos de veinte, quince, cien o más años. Siempre que hizo falta, cada iglesia local, fuese la de Roma, Constantinopla, Antioquía, Cesárea de Capadocia o cualquier otra ciudad, resolvía los problemas que se le presentaban – sin esperar hasta la convocatoria de un concilio ecuménico – en los concilios locales, que tomaban decisiones que se volvían obligatorias para ellos.
También debe notarse que los concilios ecuménicos no eran “ecuménicos” en un sentido literal. La palabra oikoumene (“universo”) significaba principalmente el imperio romano; las iglesias localizadas en la periferia del imperio o fuera de sus fronteras, tales como la iglesia armenia o la iglesia de oriente no participaban como regla general en los concilios ecuménicos. Con el tiempo, estas iglesias se declararon de forma positiva o negativa, con respecto a los concilios ecuménicos en sus propios concilios locales. Las decisiones de los concilios ecuménicos no se volvían obligatorias para las iglesias hasta que sus propios concilios locales afirmaran las resoluciones de estos. Así, era el concilio local de cada iglesia y no el concilio ecuménico el que tenía la autoridad más alta y decisiva sobre los fundamentos de las cuestiones dogmáticas y canónicas. Sobra decir que se consideraban las opiniones de otras iglesias, pero sólo en la medida en que no contradijeran la opinión propia de la iglesia particular.
Así, para responder a la pregunta sobre la importancia de los concilios ecuménicos para la iglesia, es esencial comprender la noción de recepción. La historia muestra que los concilios no eran recibidos pasiva ni automáticamente por las iglesias locales. Por el contrario, se permitió que las iglesias decidieran el destino de cada concilio, lo aceptaran o lo rechazaran, lo aceptaran como concilio ecuménico o local, que aceptaran todas sus decisiones o sólo algunas. El proceso de recepción requería de una discusión activa sobre los concilios y sus decisiones dentro de cada iglesia local. Por esta misma razón, la recepción de algunos concilios fue un proceso doloroso acompañado por intensas disputas, inquietud popular y la interferencia de autoridades civiles. Además, el reconocimiento de un concilio suponía no sólo que las autoridades eclesiásticas promulgaran de forma oficial su doctrina, sino también que los teólogos, monjes y laicos la aceptaran. En el proceso de recepción se involucraba toda la comunidad de la iglesia. En este proceso había con frecuencia factores secundarios y había consideraciones nacionales y lingüísticas que influían a veces en la aceptación de los concilios en una iglesia local. Por ejemplo, no todas las formulaciones dogmáticas de las iglesias greco parlantes estaban bien traducidas al latín o a las lenguas nacionales de algunas regiones de oriente (p. Ej. los coptos, etíopes siríacos, árabes y armenios), llevando al disenso y al malentendido que causa cismas. El proceso de recepción también se veía influenciado por factores políticos tales como la resistencia nacional al dominio eclesiástico y político de Bizancio en Egipto, Armenia y Siria desde el siglo cuarto hasta el sexto. Finalmente, los factores personales también influían sobre la recepción: en los casos en los que la enseñanza de un jerarca en particular de convertía en la enseñanza de un concilio ecuménico los teólogos y obispos que eran sus enemigos personales, o estaban descontentos con sus actividades, intentaban darle forma a la opinión popular dentro de su iglesia para que no se aceptaran las decisiones del concilio. Así, la recepción de los concilios ecuménicos fue un proceso gradual que requirió mucho tiempo y tuvo la influencia de muchos y muy diversos factores. El criterio final para la aceptación o rechazo de un concilio ecuménico no era el hecho de haber sido convocado sino el consenso respecto a su “aceptación”, que sólo se lograba más tarde cuando las iglesias locales pasaban su veredicto sobre un concilio en particular. Por ejemplo, el concilio de Nicea (primer concilio ecuménico) de 325, que condenaba el arrianismo, no fue reconocido unánimemente por todas las iglesias del imperio romano hasta el concilio de Constantinopla de 381(segundo concilio ecuménico). En algunas iglesias la recepción del concilio de Nicea tardó incluso más. Así, la Iglesia de Oriente aceptó este concilio hasta ochenta y cinco años después, en un concilio local en Seleucia – Ctesifón en 410. El concilio de Éfeso de 449 mostraba todas las características de un concilio ecuménico, y sin embargo, las iglesias ortodoxas rechazaron sus decisiones y el concilio de Calcedonia de 451(cuarto concilio ecuménico) lo declaró “concilio de ladrones”. El concilio iconoclasta de 754 también tenía todas las marcas de un concilio ecuménico, pero después fue rechazado por las iglesias.
Aún no se ha esclarecido el papel que jugó la iglesia romana en la historia de los concilios ecuménicos. Los siete concilios tuvieron lugar en Oriente, y los pontífices romanos no participaron en ellos de forma personal, optando por enviar legados. Incluso cuando el papa llegaba a estar en la ciudad donde estaba teniendo lugar un concilio, no participaba de las sesiones conciliares (como fue el caso del papa Virgilio , que estaba en Constantinopla durante la convocatoria del quinto concilio ecuménico). Después del concilio, los legados informaban al Papa sobre las decisiones dogmáticas tomadas y él las confirmaba. El Papa confirmaba decisiones dogmáticas de forma selectiva. Por ejemplo, el Papa León Magno protestó contra el canon 28 del concilio de Calcedonia que otorgaba al obispo de Constantinopla los mismos derechos que al obispo de Roma; durante el concilio, los legados disputaron este canon. A los ojos de la iglesia occidental era la confirmación papal de las decisiones de un concilio lo que le daba legitimidad. En la iglesia oriental, el proceso de recepción era más complejo y el reconocimiento papal de un concilio no era visto como una consideración necesaria para su legitimidad.
Incluso hoy no se ha completado la recepción de los concilios ecuménicos entre todos los cristianos del mundo. La iglesia asiria de oriente reconoce sólo dos concilios ecuménicos, las iglesias “precalcedonias” sólo reconocen tres. A diferencia de ellas, la iglesia católica romana también considera como ecuménicos los siguientes concilios: el concilio de Constantinopla de 869-870; los concilios de Letrán de 1123, 1139, 1179 y 1215; el concilio de Lyon de 245 y 1274; el concilio de Viena de 1311; el concilio de Constanza de 1414 a 1418; el concilio de Basel de 1431, el de ferrara Florencia de 1439; el concilio de Letrán de 1512-1516; Trento 1545-1563; y los concilios Vaticanos de 1869-1870 y 1962-1965 con un total de veintidós concilios.
La postura de cada iglesia frente a los concilios ecuménicos es tema de la agenda del diálogo ínter cristiano contemporáneo. Pero, para la iglesia ortodoxa, los siete los concilios ecuménicos de los siglos cuarto al octavo siguen siendo el fundamento sobre el cual se basa su teología, su tradición canónica y su vida litúrgica.
[1] Algunos expertos sostienen que sólo hubo un edicto, en 730.
[2] Juan Damasceno Primer Tratado sobre las Imágenes Divinas 16, en Andrew Louth, trans. Tres Tratados sobre las Imágenes Divinas (Crestwood, NY: SVSPress,2003), 29.
[3] Citado en Leonid Ouspensky, La Teología de Icono en la Iglesia Ortodoxa (París, 1989), 102.
[4] Ibid., 111.
[5] Ibid., 113.
[6] Sobre las herejías 101.
* La exclamación significa “Dios es grande”. Muchos musulmanes escriben separada la última letra de la palabra Al-láhu, (la vocal breve dämma), dando origen a la confusión con la letra Waw, cuyo significado es la conjunción “y”. Así, “Dios es grande” se lee como “Dios y Khabar”. (N.T.)
[7] Meyendorff, Introducción, 373.
* La Epanagoge fue una gran colección de las leyes vigentes en el Imperio, cuya recopilación inició Basilio I y continuó la Dinastía Macedónica. (N.T.)
[8] Citado en Schmemann, Camino Histórico, 215.