Nació en Roma de padres nobles, y quedó huérfana a los tres años. Fue llevada como huérfana a un monasterio de mujeres cerca de Roma, donde la abadesa era una cierta Sofía, monja de un alto nivel de perfección. Después de diecisiete años, Anastasia era conocida en todo el vecindario: como una gran asceta por los cristianos, y como una belleza poco común por los paganos. El administrador pagano de la ciudad, Probo, oyó de ella y envió soldados a que se la trajeran. La buena abadesa Sofía aconsejó a Anastasia sobre cómo mantener la fe, cómo resistir el engaño adulador, y cómo resistir la tortura. Anastasia le dijo: «Mi corazón está listo para sufrir por Cristo; mi alma está lista para morir por mi amado Jesús». Al ser traída ante el gobernador, Anastasia proclamó abiertamente su fe en Cristo el Señor, y cuando este trató de desviarla de la fe –primero con promesas y luego con amenazas–, la santa virgen le dijo: «¡Estoy lista para morir por mi Señor no sólo una vez, sino mil veces si fuese posible!» Cuando la desnudaron a la fuerza para humillarla, Anastasia exclamó al juez: «¡Azótame, hiéreme, y golpéame; así mi cuerpo desnudo será cubierto con heridas y mi vergüenza será cubierta con sangre!» Fue, en efecto, azotada, herida y golpeada. Dos veces sintió gran sed y pidió agua, y un cristiano, Cirilo, le dio de beber. Por esto fue bendecido por la mártir y degollado por los paganos. Entonces sus pechos y su lengua fueron cortados, y un ángel de Señor se le apareció y la mantuvo en pie. Fue finalmente degollado con espada fuera de la ciudad. La bienaventurada Sofía encontró su cuerpo y lo sepultó, y Anastasia recibió la corona del martirio bajo el emperador Decio (249-251 d. C.).
Tropario tono 4, del común de Virgenes Mártires
Tu oveja, oh Jesús, exclama con gran voz: * «Te extraño, Novio mío, y lucho buscándote; * me crucifico y me entierro contigo por el bautismo; * sufro por ti para contigo reinar * y muero por ti para que viva en ti.» * Acepta, como ofrenda inmaculada, * a Anastasia, sacrificada con anhelo por ti. * Por sus intercesiones, oh Compasivo, * salva nuestras almas.
San Abramio el Ermitaño
San Abramio el Ermitaño y la Beata María, su sobrina de Mesopotamia, vivieron la vida ascética en el pueblo de Chidan, cerca de la ciudad de Edesa. Fueron contemporáneos y compatriotas de San Efraín el Sirio (28 de enero), quien más tarde escribió sobre su vida.
San Abramio comenzó su difícil hazaña de la vida solitaria en la flor de su juventud. Dejó la casa de sus padres y se instaló en un lugar desolado y desierto, lejos de las tentaciones mundanas, y pasó sus días en oración incesante. Después de la muerte de sus padres, el santo rechazó su herencia y pidió a sus parientes que la regalaran a los pobres. Con su estricta vida ascética, ayuno y amor por la humanidad, Abramio atrajo a muchos que buscaban iluminación espiritual, oración y bendición.
Pronto su fe fue puesta a prueba seriamente, ya que fue nombrado presbítero en uno de los pueblos paganos de Mesopotamia. Durante tres años, y sin escatimar esfuerzos, el santo trabajó por la iluminación de los paganos. Derribó un templo pagano y construyó una iglesia. Soportando humildemente las burlas e incluso los golpes de los obstinados adoradores de ídolos, suplicó al Señor: “Mira, oh Maestro, a Tu siervo, escucha mi oración. Fortaléceme y libera a Tus siervos de las trampas diabólicas, y concédeles que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero”. El celoso pastor tuvo la felicidad de ver la culminación de sus justos esfuerzos: los paganos llegaron a creer en Jesucristo, el Hijo de Dios, y San Abramio los bautizó él mismo.
Habiendo cumplido con su deber sacerdotal, Abramio nuevamente se retiró a su desierto, donde continuó glorificando a Dios y haciendo Su santa voluntad. El diablo, avergonzado por las acciones de san Abramio, trató de atraparlo con pensamientos orgullosos. Una vez, a medianoche, cuando san Abramio estaba rezando en su celda, de repente brilló una luz y se escuchó una voz: “¡Bendito seas, Abramio, porque ningún otro hombre ha hecho mi voluntad como tú!”. Refutando las artimañas del enemigo, el santo dijo: “Soy un hombre pecador, pero confío en la ayuda y la gracia de mi Dios. No te temo, y tus ilusiones no me asustan”. Luego ordenó al diablo que se fuera, en el nombre de Jesucristo.
En otra ocasión, el diablo se apareció ante el santo en forma de un joven, encendió una vela y comenzó a cantar el Salmo 118/119: “Bienaventurados los perfectos en el camino, los que andan en la ley del Señor”. Percibiendo que esto también era una tentación demoníaca, el Anciano se persignó y preguntó: “Si sabes que los perfectos son bienaventurados, entonces ¿por qué molestarlos?”.
La sobrina de san Abramio, la Monja María, había crecido siendo edificada por su instrucción espiritual. Su padre murió cuando ella tenía siete años, por lo que había sido criada por su santo tío. Pero el Enemigo de la raza humana trató de apartarla del camino verdadero. A los veintisiete años de edad cayó en pecado con un hombre. Completamente avergonzada, dejó su celda, se fue a otra ciudad y comenzó a vivir en un burdel. Dos años después, cuando se enteró de esto, san Abramio se vistió con un uniforme de soldado, para que no lo reconocieran, y fue a la ciudad para encontrar a su sobrina. Él se hizo pasar por uno de sus “clientes” y reveló su identidad una vez que estuvieron solos. Con muchas lágrimas y exhortaciones, la llevó al arrepentimiento y la llevó de regreso a su celda.
Santa María regresó a su celda y pasó el resto de sus días en oración y lágrimas de arrepentimiento. El Señor la perdonó e incluso le concedió el don de curar a los enfermos. Murió cinco años después que San Abramio.
Tropario tono 8, del común de Monásticos
En ti fue conservada la imagen de Dios fielmente, oh justo Abramio, * pues tomando la cruz seguiste a Cristo * y, practicando, enseñaste a despreocuparse de la carne, * que es efímera, * y a cuidar, en cambio, el alma inmortal. * Por eso hoy tu espíritu se regocija junto con los ángeles.