(Texto extraido del Libro Cristianismo Ortodoxo del Metropolita Hilarión Alfeyev)

La predicación de Pablo y los otros apóstoles marcó el comienzo de un proceso complejo y doloroso de comprensión de la religión revelada por Dios como un camino de salvación no limitado a la tradición étnica judía. Por mucho tiempo, la buena nueva del Dios encarnado, crucificado y resucitado siguió siendo “necia” para el mundo helenista, que aún tenía que madurar para su propio Pentecostés y para hallar su propio abordaje al misterio de la encarnación. Nacida dentro de una herencia cultural diferente, la percepción helenista requería de los apóstoles y sus sucesores otro planteamiento pedagógico: el de los padres apostólicos y los doctores de la iglesia de los primeros tres siglos. Su experiencia nos muestra lo difícil que resultaba expresarle al mundo clásico las verdades de la revelación y la experiencia de la vida en Cristo.
Los tres primeros siglos fueron testigos de la aparición de la literatura y la teología cristianas. Este periodo también presenció el surgimiento de las primeras herejías que desafiaron a la iglesia.
Las obras más antiguas y autorizadas de la literatura cristiana formaron el Nuevo Testamento. Todas fueron escritas en griego durante el primer siglo. El canon actualmente aceptado del Nuevo Testamento incluye los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan; los Hechos de los Apóstoles, la epístola de Santiago, dos epístolas de Pedro, tres epístolas de Juan, la epístola de Judas, catorce epístolas de Pablo y el Apocalipsis. El canon del Nuevo Testamento en su forma actual se estableció sólo hasta finales del siglo cuarto. El canon 47 del concilio de Cartago (397) enlista los siguientes libros: “Los evangelios, cuatro libros; los Hechos de los Apóstoles, un libro; las epístolas de Pablo, trece; su epístola a los Hebreos, una; Pedro, dos epístolas; Juan el apóstol, tres; Santiago, una; Judas, una; el Apocalipsis de Juan.”
Junto con los textos canónicos, la iglesia primitiva conoció también muchos escritos llamados apócrifos (del griego apokryo, esconder). Entre ellos se encuentran los evangelios de Tomás, Felipe, Pedro, Nicodemo y el protoevangelio de Santiago. Entre los escritos apócrifos que gozaron de amplia aceptación durante los primeros siglos del cristianismo había obras muy diferentes, tanto en proveniencia como en contenido. El destino que tendrían dentro de la iglesia varió: algunos evangelios apócrifos, particularmente los de origen herético fueron condenados por la iglesia y retirados del uso. Y a pesar de que no formaban parte del canon del Nuevo Testamento, aquellos apócrifos cuyo contenido no contradecía las enseñanzas de la iglesia se preservaron en la tradición de forma indirecta: muchas de las ideas expresadas en ellos llegaron hasta los textos litúrgicos y la literatura hagiográfica. Entre los apócrifos que influyeron en el desarrollo de la liturgia cristiana están el protoevangelio de Santiago, que habla del nacimiento, la infancia y la juventud de la Santísima Virgen María, y el evangelio de Nicodemo, que relata el descenso de Cristo a los infiernos. Las ideas de estas dos obras son completamente propias del cristianismo, sus contenidos son bíblicos y llenan ciertos vacíos que hay en el Nuevo Testamento.
La siguiente etapa del desarrollo de la literatura cristiana antigua está representada por las obras de los padres apostólicos, que vivieron durante el siglo segundo. Algunos de ellos, como Papías de Hierápolis, conocieron personalmente a algún apóstol de Cristo, mientras que otros, como Ignacio de Antioquía, fueron sucesores de obispos consagrados por los apóstoles. Las epístolas de Ignacio, ya antes mencionadas, tienen una importancia no sólo espiritual y moral, sino teológica: contienen una doctrina bien desarrollada sobre la unidad de la iglesia y los tres niveles de la jerarquía eclesiástica, consistente en el obispo, los presbíteros y los diáconos. Entre las obras de los padres apostólicos también se incluyen dos epístolas de San Clemente de Roma (aunque se discute la autenticidad de la segunda), la epístola de San Policarpo de Esmirna, el Pastor de Hermas, la epístola de Bernabé y la Enseñanza de los Doce Apóstoles (Didaché).
San Ireneo de Lyon (†c.200) fue un importante escritor cristiano del siglo segundo que dedicó gran esfuerzo a combatir las herejías gnósticas. El gnosticismo es un grupo de movimientos religiosos que se desarrollaron en paralelo con el cristianismo, pero que se apartaban profundamente de él en el aspecto doctrinal. Los sistemas gnósticos de Valentino, Basílides y Marción diferían considerablemente unos de otros; sin embargo tenían en común que combinaban elementos del cristianismo con elementos de religiones orientales, ocultismo, magia y astrología. La mayoría de los sistemas gnósticos se caracterizaban por la noción de que existen dos fuerzas iguales y contrarias en el universo: la fuerza del bien y la fuerza del mal. Valentino contraponía al dios bueno que aparecía en Cristo y regía el mundo espiritual, con el dios malo del Antiguo Testamento, cuya autoridad regía el mundo material. Los sistemas gnósticos veían al hombre, no como dotado de libre albedrío, sino más bien como un juguete en manos de las fuerzas del bien y del mal.
En ningún sistema gnóstico se otorga a Cristo un papel central; sólo se integran ciertos elementos de su enseñanza espiritual y moral en esa fantasmagórica filosofía. No satisfechos con los evangelios usados por la iglesia, los gnósticos crearon sus propias versiones alternativas. Una de ellas es la del evangelio de Judas, que menciona Ireneo de Lyon y que se preservó en una traducción copta. Por mucho tiempo, este evangelio gnóstico se consideró perdido, pero el texto fue encontrado y se publicó en 2006. En esta obra se retrata a Judas como un discípulo de Jesús muy íntimo a quien el Señor revela “los misterios del reino”. Judas traiciona a Jesús, por así decirlo, por órdenes de éste.
San Ireneo diferencia la enseñanza teológica del Nuevo Testamento y la santa tradición, de la “falsa gnosis.” Presenta la fidelidad a la iglesia como criterio fundamental de la verdad doctrinal:
… no es necesario buscar entre otros la verdad que puede obtenerse fácilmente en la iglesia. Porque los apóstoles, como un rico que deposita su dinero en el banco, pusieron en manos de la iglesia todas las cosas concernientes a la verdad, para que cada persona que lo desee pueda tomar de ella el agua de la vida. Porque la iglesia es la entrada a la vida; los otros son todos salteadores y ladrones. Por esta razón estamos obligados a evitar buscar entre otros la verdad, a procurar las cosas propias de la iglesia con la máxima diligencia y aferrarnos a la tradición de la verdad. Porque, ¿cómo están las cosas? Supongamos que surge una disputa sobre algún asunto importante. ¿No deberíamos recurrir a las iglesias más antiguas, con las cuales los apóstoles mantuvieron contacto frecuente, para averiguar lo que esté claro y lo que haya de cierto con respecto al asunto en cuestión? ¿Y si los apóstoles no nos dejaron nada escrito? ¿En ese caso no sería necesario seguir la tradición legada por ellos a quienes ellos mismos confiaron las iglesias?
La época de las persecuciones dio origen a un nuevo género de literatura cristiana: la apologética. Entre los autores de las obras apologéticas del siglo segundo estaban Atenagoras de Atenas, San Teófilo de Antioquía, Minucio Félix, San Justino el Filósofo y Taciano el asirio. Tertuliano dedica una parte importante de su Apología a defender a loa cristianos de la acusación de no respetar al emperador. Dirigiéndose a las autoridades romanas, Tertuliano enfatiza la lealtad de los cristianos a su gobernante terrenal: “El emperador es más nuestro que vuestro, porque nuestro Dios lo ha nombrado. Por tanto, poseyendo él esa cualidad, yo hago más que vosotros por su bienestar, no solo porque se lo pido a Aquél que puede dárselo, o porque lo pida como alguien que merece recibirlo, sino también porque al colocar la majestad del César debajo de la de Dios, lo encomiendo a Dios, el único frente a quien lo veo inferior.”
En estos pasajes Tertuliano se guía por una tradición que se remonta hasta los apóstoles Pedro y Pablo que amonestaron a los cristianos a ser obedientes a todas las autoridades humanas, (Rom 13:1; Tito 3:1), honrar al rey terrenal, (1Pe 2:13-17), y orar por él, (1Tim 2:1-3).
Una importante obra de la literatura apologética del siglo tercero es la anónima Carta a Diogneto, que describe el estilo de vida de los cristianos durante la época de las persecuciones:
Pues los cristianos no se distinguen de los demás por su país, ni por su lengua ni por las costumbres que observan. No viven en sus propias ciudades, ni emplean ninguna forma peculiar de hablar, ni llevan una vida en cualquier forma diferente a la de los otros…
Pero al habitar en ciudades griegas o bárbaras, como lo haya determinado la condición de cada uno de ellos, y siguiendo las costumbres de los nativos en lo referente a vestimenta, alimentación y todo lo demás, nos muestran su maravilloso y en verdad sorprendente modo de vivir. Moran en su propia patria, pero sólo como si estuvieran de paso. Como ciudadanos participan de todos los aspectos de la vida, y sin embargo sobrellevan todo como si fueran extranjeros. Toda tierra extranjera es para ellos como su propia patria, y toda tierra natal como tierra de extranjeros. Se casan, como todos los demás; engendran hijos, pero no destruyen a su descendencia. Tienen una mesa común, pero no un lecho común. Son de carne, pero no viven según la carne. Viven en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen las leyes prescritas, y al mismo tiempo sobrepasan las leyes con su vida. Aman a todos, pero son perseguidos por todos. Son desconocidos, pero condenados; se les ejecuta, y son vueltos a la vida. Son pobres, pero hacen ricos a muchos; experimentan la falta de todas las cosas y no obstante tienen abundancia de todo. Se les deshonra, y en su mismo deshonor son glorificados. Se les calumnia y sin embargo son justificados; son denigrados y bendicen. Son insultados y retribuyen el insulto con honra. Hacen el bien y son castigados como malhechores. Cuando son castigados se regocijan como si despertaran a la vida. Son atacados por los judíos como extranjeros, y perseguidos por los griegos; con todo, aquellos que los odian son incapaces de dar alguna razón para su odio.
En una palabra: el alma es para el cuerpo lo que son los cristianos para el mundo… el alma está aprisionada en el cuerpo, y con todo, mantiene al cuerpo; los cristianos están confinados en el mundo como en una prisión, y con todo, mantienen al mundo.
Los escritores cristianos de los siglos segundo y tercero hicieron un considerable esfuerzo por comparar el cristianismo con la tradición helenística. Las obras de Justino el Filósofo y Clemente de Alejandría (150-c.215) están dedicadas particularmente a este tema. Clemente concedía gran importancia al estudio de la filosofía griega y creía que la fe cristiana no debería estar opuesta a la filosofía. Escribió que “la filosofía no aleja a la gente de la fe”; al contrario, “estamos protegidos por ella como por una sólida fortaleza, y tenemos en ella un aliado con el cual también reforzamos nuestra fe” Según Clemente, “aunque sólo hay un camino a la verdad, fluyen a él diferentes arroyos, formando un río que corre hacia la eternidad.” Uno de estos arroyos es la antigua filosofía griega, que “es una enseñanza preparatoria que aclara y nivela el camino hacia Cristo” Los griegos recibieron la filosofía como regalo divino, como “Imagen encarnada [icono] de la verdad.” Para los griegos la filosofía fue el mismo pedagogo que les encaminó hacia Cristo (Gal 3:23-24) que el Antiguo Testamento fue para los judíos. 4 Clemente utiliza la “filosofía” en un sentido amplio: para él no significa la enseñanza de Platón, Epicuro o Aristóteles, sino “lo mejor que enseña cada una de las escuelas respecto a la justicia y el conocimiento piadoso.” El escritor eclesiástico oriental más importante del siglo tercero fue Orígenes (c.185-c. 254).Por muchos años encabezó la escuela catequética de Alejandría y después la de Cesárea, ganando el renombre de ser un brillante maestro. Uno de los discípulos de Orígenes fue San Gregorio el Milagroso, quien compuso una Oración y Panegírico dirigido a Orígenes.
Según Gregorio, su maestro estudió con mucho esmero la filosofía y la literatura de la antigüedad, y sus discípulos estudiaron los sistemas de los filósofos griegos. Al mismo tiempo, esta incursión en la filosofía griega era vista sólo como preparación para el curso de estudios básicos, que consistía en la lectura y la interpretación de la Escritura. El Panegírico de Gregorio también contiene hechos interesantes sobre el método pedagógico de Orígenes. Su principal preocupación era inculcar en sus discípulos un gusto por la reflexión independiente sobre el material que estudiaban. Orígenes entendía perfectamente que su tarea no consistía en impartir cierta cantidad de conocimientos, sino enseñar a sus pupilos a responder de forma independiente a las preguntas que podían surgir durante el proceso del estudio. Al igual que otro gran pedagogo-Sócrates- Orígenes no dio respuestas hechas a sus discípulos, prefiriendo convencer a cada uno con argumentos propios. Gregorio da testimonio de la profunda influencia que la persona de Orígenes ejerció en él:
También me hirió con el aguijón de la amistad, que es difícil de resistir, agudo y efectivo; por el aguijón de una disposición amable y afectuosa hacia mi, que se reflejaba en el tono mismo de su voz cuando se dirigía a mí y conversaba conmigo…como una chispa que cayó en mi alma el amor se encendió y ardió – mi amor tanto por el Santo Verbo, (que es el más digno de nuestro amor, y que en su inefable belleza es más adorable que cualquier otra cosa), como por este hombre, su amigo y heraldo.
Algunos estudiosos contemporáneos llaman a Orígenes el fundador de la teología cristiana. Orígenes escribió gran cantidad de obras exegéticas, teológicas, apologéticas y ascéticas. Entre sus escritos exegéticos se incluyen comentarios sobre casi todos los libros del Antiguo y el Nuevo Testamento. Su Contra Celso es una extensa apología del cristianismo escrita en defensa contra las acusaciones de los paganos, y su tratado Sobre los Primeros Principios, una de sus obras más tempranas, representa el primer intento de hacer una exposición sistemática de los dogmas cristianos. Por último, su obra Sobre la Oración es una de las obras más antiguas de la literatura ascética y contiene valiosa información sobre la práctica y la oración de la iglesia del siglo tercero.
En Sobre los Primeros Principios (conservado completo sólo en una traducción al latín editada), Orígenes presenta el dogma cristiano como preservado desde los tiempos de los apóstoles, añadiendo su propio comentario sobre la tradición apostólica. Según él, hay un Dios que creó todas las cosas trayéndolas de la nada a la existencia. Este Dios, en concordancia con los vaticinios de los profetas, envió al Señor Jesucristo para llamar hacia sí primero a Israel y luego a los paganos. Este Dios, el Justo y Buen Padre de Nuestro Señor Jesucristo, dio la Ley, los profetas y el Evangelio. Es también el Dios de los apóstoles y del Antiguo y el Nuevo testamento. Jesucristo, según la tradición de la iglesia, nace del Padre antes de toda la Creación. Sirvió al Padre durante la creación del mundo, y “en los últimos tiempos”, humillándose a sí mismo, se encarnó y se hizo hombre sin dejar de ser lo que había sido antes, es decir, Dios. Tomó un cuerpo como el nuestro, con la única diferencia de que nació de la Virgen y el Espíritu Santo. Jesucristo nació y sufrió de verdad, y padeció una muerte no ilusoria, sino real. Verdaderamente resucitó de entre los muertos, pasó tiempo con sus discípulos después de su Resurrección y luego ascendió a los cielos. El Espíritu Santo es igual en honor que el Padre y el Hijo. En conexión con esto, Orígenes escribe: “No está claro si el Espíritu Santo nació o no, ni si debe considerarse hijo.” Con esta declaración da testimonio de la poca elaboración que tenía el dogma pneumatológico en su época.
Según Orígenes, la tradición de la iglesia enseña que la recompensa póstuma consiste ya sea en la herencia de la vida eterna y el gozo eterno, o en el fuego eterno y el sufrimiento eterno. También afirma la resurrección universal de los muertos, cuando el cuerpo humano se levante glorioso. El alma racional tiene libre albedrío y debe luchar hasta el final contra el demonio y sus ángeles. El hecho de que la gente tenga libre albedrío significa que no está forzada a hacer el bien o el mal.
En cuanto a los ángeles buenos, Orígenes escribe que “sirven a Dios para la salvación del pueblo. Sin embargo, no hay respuestas claras para las preguntas de cuándo fueron creados, a quién se parecen, o cómo es que existen.” Sobre el demonio y sus ángeles, “Muchos opinan que este demonio era antes un ángel, y que luego de apostatar convenció a muchos otros ángeles para alejarse de Dios con él.” Más aún, la tradición de la iglesia establece que el mundo comenzó a existir cuando fue creado en un punto particular en el tiempo; no obstante, “lo que fue antes de este mundo o lo que vaya a ser después permanece desconocido para muchos, porque la doctrina de la iglesia no habla de esto con claridad.”
Finalmente, Orígenes hace notar que la escritura no sólo tiene un sentido literal, “sino también otro sentido que está escondido de la mayoría de la gente, ya que lo que se describe aquí sirve como prefiguración de ciertos sacramentos y como imagen de cosas divinas.” El significado espiritual de la escritura “se conoce no por todos, sino por aquellos a quienes les ha sido dada la gracia del Espíritu Santo en la sabiduría y el conocimiento de la palabra.” Esta última declaración apunta al método alegórico de interpretación de la escritura. Este método, difundido en la tradición alejandrina, se basa en la existencia de dos niveles en la escritura, el literal y el espiritual, y en la necesidad de percibir en cada palabra un significado alegórico, simbólico. Utilizando este enfoque, que hoy puede parecer inútil e insignificante para mucha gente, pero que concordaba con la tradición cultural de los griegos de su tiempo, Orígenes interpretó muchos libros de la escritura.
Las formulaciones teológicas en las obras de Orígenes son, como regla general, bastante cautas: si la tradición de la iglesia no ofrece una respuesta ambigua sobre un tema dogmático en particular, él la deja sin responder, mencionando su insuficiente elaboración, o propone su propia interpretación, enfatizando que se trata de su opinión personal. Al mismo tiempo, en Sobre los Primeros Principios, expresa ideas que fueron rechazadas y condenadas por la subsecuente tradición de la iglesia. Por ejemplo, en este tratado, Orígenes sostiene que las almas de las criaturas racionales inicialmente existían en la contemplación de Dios; sin embargo, como resultado de la caída del hombre se enfriaron (Orígenes deriva la palabra psiche “alma”, del verbo psichroo “enfriar algo.”) y fueron enviadas a cuerpos humanos. A través de la purificación espiritual y moral, y gracias a la encarnación del Hijo de Dios, las almas pueden restaurarse a su estado previo. Esta restauración (apocatástasis) abarcará a todos los seres racionales, incluyendo a la gente, al diablo y a los demonios. Al mismo tiempo, no será definitiva, ya que la libertad de las creaturas racionales entraña la posibilidad de una nueva caída y un regreso al cuerpo, y por lo tanto, la necesidad de otra encarnación. La idea de un ciclo infinito de reencarnaciones que implica su teoría contradice la enseñanza cristiana de a unidad del alma y el cuerpo y de la unicidad de la obra redentora de Cristo que sólo puede tener lugar una vez.
La personalidad de Orígenes y sus escritos ejercieron una enorme influencia sobre los escritores cristianos más tardíos y en muchos aspectos determinaron el desarrollo ulterior del pensamiento cristiano. Su método alegórico de interpretación del Antiguo Testamento fue ampliamente utilizado en la tradición cristiana. Entre los admiradores de Orígenes del siglo cuarto estaban los santos Basilio Magno y Gregorio el Teólogo, que compilaron una antología de las obras de Orígenes intitulada La Filocalia, así como San Gregorio de Nisa, quien adoptó su método teológico y muchas de sus opiniones dogmáticas.
Al mismo tiempo, comenzaron diversos debates sobre ciertos aspectos de las enseñanzas de Orígenes, aún durante su vida y continuaron después de su muerte. A finales del siglo III, San Metodio de Olimpo combatió la enseñanza de Orígenes sobre la preexistencia de las almas y la naturaleza de los cuerpos resucitados. En el Siglo cuarto, San Epifanio de Chipre abrió una polémica contra Orígenes en Oriente mientras que San Jerónimo hizo lo propio en occidente. En el año 400, un congreso de Alejandría condenaba el origenismo. No obstante, Los escritos de Orígenes continuaron ejerciendo su influencia entre los círculos monásticos de Egipto y Palestina, donde los debates sobre los diversos aspectos de su enseñanza continuaron hasta mediados del siglo VI. Finalmente, la iglesia condenó el origenismo de forma oficial en el concilio de Constantinopla de 543 y en el quinto Concilio Ecuménico de 553. Las siguientes enseñanzas provenientes de las obras de Orígenes o de sus seguidores fueron señaladas para su condenación: La Noción de que las almas humanas preexistían en el mundo de las ideas, pero después cayeron de la contemplación divina y fueron enviadas a los cuerpos para ser castigadas; la creencia de que el alma de Jesucristo preexistía y estaba unida con el Verbo de Dios antes de su encarnación de una virgen, mientras que su cuerpo se formó apenas en el vientre de la virgen y sólo después de eso se unió con el Verbo de Dios; la enseñanza de que Dios el Verbo se asemejó a toda la jerarquía celestial convirtiéndose en un querubín para los querubines y en un serafín para los serafines; la idea de que los cuerpos de los difuntos resucitarán en forma esférica; la opinión de que el cielo, el sol, la luna, las estrellas, los espacios superiores más arriba de las aguas están animados; la creencia de que Cristo será crucificado en el futuro para los demonios y los hombres; la idea de que el poder de Dios es limitado en el espacio y que creó sólo cuantas cosas pudo abarcar; y la enseñanza de que el castigo para los demonios y los impíos es sólo temporal y terminará después de cierto tiempo, esto es, que habrá una restauración (apocatástasis) de los demonios y los malvados. Después del Quinto Concilio Ecuménico se perdió una parte sustanciosa de la obra de Orígenes y algunos de sus escritos sólo han sobrevivido en traducciones al latín. Además de defender la fe contre los enemigos externos, los escritores cristianos de los siglos segundo y tercero se vieron forzados a reaccionar ante las herejías dentro de la iglesia misma. Las herejías más importantes de este periodo, además del gnosticismo que ya hemos mencionado, fueron el montanismo, el sabelianismo y el maniqueísmo.
El montanismo surgió a mediados del siglo II luego de que el sacerdote pagano Montano se convirtiera al cristianismo. Sin embargo, no se unió a la iglesia, prefiriendo fundar su propia secta, cuyos seguidores le reconocían como “el paráclito” (el Espíritu Santo). Dogmáticamente, el montanismo no parecía diferir del cristianismo. No obstante, el deseo del fundador de hacer pasar su secta como una nueva revelación igual en importancia que el Nuevo Testamento, de colocar sus obras y las de sus seguidores en un plano de igualdad con las Sagradas Escrituras, así como el extremado rigorismo moral de la secta y sus expectativas escatológicas (los montanistas creían que la segunda venida de Cristo llegaría pronto y ocurriría en la villa frigia de Pepuza, a la cual llamaban “la nueva Jerusalén”), todo provocaba serias protestas por parte de la iglesia. Sus enseñanzas fueron condenadas por el primer concilio ecuménico.
Los sabelianos, que tomaron su nombre del sacerdote romano Sabelio, enseñaban que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran tres designaciones para una misma persona divina a quien Sabelio llamaba el “Hijo-Padre.” En el Antiguo Testamento, esta persona se revelaba como el Padre, en el Nuevo Testamento como el Hijo y en la iglesia, después de la ascensión de Cristo, como el Espíritu. Aunque Sabelio fue excomulgado por el papa Calixto, su enseñanza continuó encontrando adeptos hasta la segunda mitad del siglo IV.
El maniqueísmo surgió a mediados del siglo III en Seleucia Ctesifon, capital del imperio persa sasánida. Su fundador fue Maní(†c.270), quien decía ser el enviado de Dios. La enseñanza de Maní se basaba en la noción dualista de la eterna lucha entre Dios y el demonio tan característica del gnosticismo. Maní atribuía la creación del mundo material, incluyendo las plantas y los animales al demonio. Sin embargo, la humanidad está llamada a liberarse de las ataduras de la materia y regresar al reino de la luz. Los heraldos de la luz y la revelación divina eran Buda, Zoroastro y Jesucristo. Y Maní era el Paráclito que jesús prometió enviar para preparar la victoria final de la luz. Los maniqueos preconizaban un ascetismo extremo cuyo propósito era liberarse de las cadenas de la materia. Prescribían la abstención de la carne y el alcohol y despreciaban el matrimonio y la procreación. Crearon una jerarquía similar a la de la iglesia, con su propio culto esotérico, en el cual sólo a los iniciados se les permitía participar.
El maniqueísmo probó ser el más longevo de los movimientos heréticos que surgieron durante la época de las persecuciones. Después de la muerte de Maní, su enseñanza de extendió más allá de las fronteras de Persia y dentro de las provincias africanas del imperio romano. Para el siglo IV el maniqueísmo captaría la atención de Agustín, quien subsecuentemente se convertiría en obispo cristiano y doctor de la iglesia. El maniqueísmo siguió existiendo bajo diferentes formas en Bizancio y Occidente hasta los siglos XI y XII, cuando evolucionó en nuevos grupos heréticos. Los grupos de maniqueos permanecieron en Oriente fuera del imperio bizantino hasta el siglo XIII.

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Padre Juan R. Méndez ()

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