Domingo del “Fariseo y el Publicano”
“De la soberbia réproba del fariseo, huyamos; y la humildad aprobada del publicano, aprendamos, para que, con él, subamos exclamando a Dios: “Perdónanos, a tus siervos, oh Cristo salvador, que por tu voluntad naciste de la Virgen, soportaste la Cruz por nosotros y, contigo, levantaste al mundo con tu poder divino.”
Exapostelario
Tropario de Resurrección
Tono 8
Descendiste de las alturas, oh Piadoso, y aceptaste el entierro de tres días para librarnos de los sufrimientos. ¡Vida y Resurrección nuestra, oh Señor, gloria a Ti!Condaquio del domingo
Tono 4
Escapemos de la soberbia del fariseo y aprendamos de la humildad del publicano exclamando con gemidos al Salvador: “¡Oh único Compasivo, ten piedad de nosotros!”Segunda Carta del Apóstol San Pablo a Timoteo(3:10-15)
Hijo mío, Timoteo: Tú me has seguido asiduamente en mis enseñanzas, conducta, propósito, fe, longanimidad, amor, paciencia, en mis persecuciones y sufrimientos, como los que soporté en Antioquía, en Iconio, en Listra. ¡Qué persecuciones he sufrido! Y de todas me ha librado el Señor. Y todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones. En cambio los malos y embaucadores irán de mal en peor, errando y haciendo errar a los demás.
Tú, en cambio, persevera en lo que has aprendido y en lo que has creído, teniendo presente de quién lo has aprendido, y que desde niño conoces las Sagradas Letras, que te pueden instruir para la salvación mediante la fe en Cristo Jesús.
Evangelio según San Lucas (18:10-14)
Dijo el Señor esta parábola a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al Templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba consigo mismo de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana y doy el diezmo de todas mis ganancias.” En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!” Les digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.»
Dos actitudes ante Dios
Uno se reconoce justo, el otro pecador; el fariseo se siente bueno, el publicano, malo; uno enaltece su ego, el otro se avergüenza de él. Ninguno de los dos demanda justicia divina, pero sus motivos son contrarios entre si: el primero porque, según él, no la necesita pues se considera justificado por sus propias acciones apegadas a la ley; el segundo, porque sabiéndose trasgresor y manipulador de la Ley de Dios y de las leyes humanas en beneficio propio, la justicia le hubiera condenado. Por eso éste se abaja y clama a Dios suplicando su misericordia, su amor, su perdón. Niega y aborrece lo que es, su conducta, sus actitudes, sus pensamientos pecaminosos. El fariseo en cambio, se afirma en sí mismo, se complace en su propia persona y en sus méritos; no espera que Dios le ame ni le perdone y mucho menos que lo corrija, que lo cambie: le basta y le sobra con la gran opinión que tiene de sí mismo, convencido plenamente de que Dios tiene sobre él la misma opinión sino es que aún mejor. No sube a orar para sentir y vivir la majestuosidad de Dios, para glorificarle y agradecerle por los dones que de Él recibe, sino para gloriarse a sí mismo y menospreciar a los demás que no son como él. Acusando a todo el mundo, nos dice San Juan Crisóstomo, él se justificaba a sí mismo. El publicano sabía que era pecador a los ojos de Dios y ante el juicio de los hombres, por eso se cuidaba de apartar la mirada de sí mismo porque no encontraba nada en él digno de ofrecerle al Señor. El fariseo, por su parte, se enorgullecía de sí, porque pensaba que su persona y la justicia eran una misma cosa y su vida era un perfecto reflejo de la ley y sabiduría divinas. Con una percepción así de las cosas es prácticamente imposible acercarse a Dios, alcanzar un conocimiento verdadero de uno mismo y asumir conciente y amorosamente que el prójimo también es hijo del Altísimo y es llamado como todos, a ser semejanza de Dios. De la autocomplacencia y de un desmesurado amor a sí mismo vienen muchos vicios y desviaciones en la fe: insensibilidad, indiferencia, enemistad, indolencia, engaño, envidia, hipocresía, dureza y frialdad de corazón para Dios y para con el prójimo.
Ante estas dos actitudes ¿Cuál es, entonces, nuestra relación y disposición hacia el Señor? ¿Reconocemos nuestras faltas y debilidades y buscamos esforzarnos en corregirlas? ¿Aborrecemos el pecado en que caemos o lo consentimos u olvidamos? ¿Nos arrepentimos o nos justificamos? ¿Sentimos y vivimos la necesidad imperiosa de recibir la misericordia el amor y perdón de Dios? ¿Esperamos su compasión o demandamos su justicia? ¿Nos consideramos dignos o indignos de recibir su gracia? El publicano temía la justicia divina por que era conciente de su vida de pecado; el fariseo no temía a Dios ni a su justicia porque él se creía justo, honesto, y religioso. ¿Cuál es nuestra actitud ante el juicio de Dios? ¿Qué tan semejantes somos al fariseo hipócrita? ¿Qué tantos nos diferenciamos del publicano pecador. Delante de Dios no podemos ocultar lo que verdaderamente somos. No nos dejemos engañar por la generosa opinión que tenemos de nuestra propia persona, por la imagen fantástica e impecable que pretendemos que Dios tenga de nosotros. Mejor abnegadamente busquemos agradar a Dios y servir al prójimo porque el Señor, el Santo “habita en el corazón quebrantado y humillado, para vivificar el espíritu de los humildes y dar vida al corazón de contritos” (Is 57:15).
Los domingos preparatorios de la Cuaresma
La Iglesia nos prepara para la cuaresma de la Santa Pascua durante cuatro domingos, los anteriores al inicio de la misma, en los cuales nos plantea virtudes y sentimientos muy importantes para la cuaresma que es, en sí, la preparación adecuada para la Fiesta de las fiestas, para la base de toda nuestra fe y en consecuencia de toda nuestra vida, es decir, la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Estos domingos preparatorios toman su nombre del Evangelio que se lee:
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El Domingo del Fariseo y el Publicano (Lc.18,10-14): cuyo evangelio leímos hoy. Pues todas las buenas obras y ejercicios espirituales que el cristiano brinda en toda su vida, pero intensamente en la temporada cuaresmal, no son “la factura” de su justificación ante Dios, como lo pensó el fariseo de hoy, sino la reacción natural de quien con humildad inclina todo su ser ante Dios, como el publicano: : “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”
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El Domingo del Hijo Pródigo (Lc.15, 11-32): que nos plantea a la Cuaresma como una marcha de regreso hacia el Padre que nos espera siempre. “ábreme las puertas del arrepentimiento,…”; el arrepentimiento no es contar algunos pecados o desviaciones que he cometido sino confesar que he escogido ir “a un país lejano” en lugar de vivir en la bella casa paternal; dicha confesión me impulsará, como al pródigo de la parábola, a regresar a la belleza inicial que me fue otorgada en el Bautizo.
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El Domingo del Juicio (Mt.25, 31-46): en el cual se lee el Evangelio del Juicio final que se basará en el amor manifestado en las obras de cada uno “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.” Pues si las obras en sí, como hemos visto en el Evangelio del fariseo y el publicano, no formaron el criterio para la justificación, sí son una emanación abundante de una alma que ama a Dios; si no, su piedad será falsa y digna de juicio “Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso” (1Jn.4,20). La devoción que buscamos no es egoísta sino que busca ser manifestada en el amor a los demás.
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El Domingo del Perdón (Mt.6, 14-21): a partir del cual se inicia la Cuaresma. Pues como podemos decir a Dios Padre: “perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores” si, en realidad no estamos dispuestos a perdonar a los demás. Así la Iglesia nos estimula a que ofrezcamos nuestra ofrenda cuaresmal con un corazón limpio de cualquier sentimiento rencoroso.
Sobre la humildad
El padre Abraham preguntó a un anciano: Padre mío, ¿qué es mejor: conseguir honra o deshonra? Él contestó: En cuanto a mí, prefiero obtener la primera que la segunda. Pues si hago una acción buena por la que sea alabado, convenceré a mi pensamiento en que no merezco el honor. Mientras la deshonra es resultado de obras horrendas que entristecen a Dios y causan tropiezo para los demás y, “¡Ay de aquél, por quien vienen los tropiezos”. Por lo que, para mí, mejor es hacer el bien aunque sea glorificado yo. Dijo el padre Abraham: ¡Bien lo has dicho!