Boletín del 28/02/2010
Domingo de San Gregorio Palamás
¡Alégrate, oh orgullo de los Padres, boca de los teólogos, morada de paz interior, casa de sabiduría, cumbre de los maestros y profundidad de la palabra! ¡Alégrate, instrumento de obra, cima de contemplación, y sanador de las enfermedades! ¡Alégrate, oh padre Gregorio, que has sido arca del Espíritu en tu vida y después de la muerte!
Exapostelario
Tropario de la Resurrección
Tono 5
Al coeterno Verbo, con el Padre y el Espíritu, al Nacido de la Virgen para nuestra salvación, alabemos, oh fieles, y prosternémonos. Porque se complació en ser elevado en el cuerpo sobre la Cruz y soportar la muerte, y levantar a los muertos por su Resurrección gloriosa.Tropario de San Gregorio Palamás
Tono 8
¡Oh Astro de la Ortodoxia, firmeza de la Iglesia y maestro; hermosura de los ascetas, irrefutable campeón de los teólogos, Gregorio el milagroso, orgullo de Tesalónica y predicador de la Gracia: intercede por la salvación de nuestras almas!Condaquio de la Gran Cuaresma
Tono 8
A ti, María, te cantamos como victoriosa; tu pueblo ofrece alabanzas de agradecimiento, pues de los apuros, Theotokos, nos has salvado. Tú, que tienes invencible y excelsa fuerza, de los múltiples peligros libéranos. Para que exclamemos a ti: ¡alégrate oh Novia y Virgen!Carta del Apóstol San Pablo a los Hebreos (1: 10– 2:3)
Las Santas Escrituras dicen del Hijo: «Tú, oh Señor, en el principio pusiste los cimientos de la tierra, y obras de tu mano son los cielos. Ellos perecerán, mas Tú permaneces; todos como un vestido envejecerán; como un manto los enrollarás y serán cambiados. Pero Tú eres el mismo y tus años no tendrán fin.» Y ¿a cuál de los ángeles dijo alguna vez: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies?» Es que, ¿no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?
Por tanto, es preciso que prestemos mayor atención a lo que hemos oído, para que no nos extraviemos. Pues si la palabra promulgada por medio de los ángeles obtuvo tal firmeza, y toda trasgresión y desobediencia recibió justa retribución, ¿cómo escaparemos nosotros si descuidamos tan gran salvación? La cual comenzó a ser anunciada por el Señor, y nos fue luego confirmada por quienes la oyeron.
Evangelio según San Marcos (2:1-12)
En aquel tiempo, Jesús entró de nuevo en Cafarnaúm; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y Él les anunciaba la Palabra. Y le vinieron a traer a un paralítico llevado entre cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde Él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados.» Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: «¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?» Pero, al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dijo: «¿Por qué piensan así en sus corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate, toma tu camilla y anda”? Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados –dice al paralítico-: “A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”.» Se levantó y, al instante, tomando la camilla salió a la vista de todos, de modo que todos quedaban asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: «Jamás vimos cosa parecida.»
Contra el pecado
Cuando uno recuerda la terrible imagen del paralítico que es llevado ante el Señor como muerto, no es difícil advertir las desastrosas condiciones de vida que genera el pecado. Cualquiera en sus cinco sentidos rechazaría sin más la acción pecaminosa y se procuraría de inmediato, una vida menos disipada y, espiritualmente, más recta y justa. Extrañamente, no obstante, en lugar de romper con el pecado, lo adherimos a nosotros mismos y llegamos a concebirlo como formando parte de nuestra naturaleza. Esto es lo aceptamos y justificamos, lo vemos como normal y propio de nuestra vida y en general de la vida de las personas. Pero no es verdad tal cosa. El pecado es totalmente ajeno a nuestra naturaleza, es externo, nos viene de fuera de nosotros mismos. Voluntariamente, lo incorporamos a nuestro modo de vida seducidos por la imagen de placer y satisfacción sensorial con que se nos presenta. Por gracia de Dios, nuestra naturaleza fue hecha a imagen y semejanza del Creador de la vida y nada es más extraño a Dios que el pecado: el odio, la codicia, la envidia, la soberbia, en suma la maldad, destruyen la vida y exaltan la muerte, aniquilan la voluntad y la libertad haciendo de este mundo una tierra de lobos, de egoísmo rapaz, donde el hombre actúa contra sí mismo y contra el hombre.
Para alguien espiritualmente débil debido a sus fuertes ataduras a las cosas terrenales, la vida virtuosa se le aparece como algo más allá de sus fuerzas, solo propia para los santos. Sin embargo, la dificultad para alcanzarla no radica en la naturaleza humana sino en la corrupción que hemos adquirido: Dios nos crea limpios de corazón, plenamente aptos para cumplir de manera natural y placentera la voluntad divina. Pero el pecado introduce en nuestro ser el desorden, la división, la rivalidad, destruye la armonía entre el alma y el cuerpo. Este último, cautivado y derrotado por la picardía del pecado somete, a su vez, al alma con sus desordenados y caprichosos deseos y bajas pasiones.
Es notable el gran esfuerzo que realiza la Iglesia, especialmente en el tiempo de la Gran Cuaresma, para despertar en nosotros el arrepentimiento. Los servicios litúrgicos, la más frecuente lectura del Antiguo Testamento, son medios de enseñanza que utiliza reiteradamente para que lleguemos a reconocer la peligrosidad del pecado y la necesidad interior de conversión y perdón. Pero entre muchos de nosotros hay dureza de corazón y resistencia a comprender las enseñanzas de Dios por nuestra ligadura con la maldad. La alegría de vivir, la felicidad verdadera, es imposible de alcanzar mediante el pecado. Sin la ayuda de Dios no estamos en condiciones de cambiar nuestra adquirida naturaleza pecadora.
Viendo la ruina a que hemos arribado en nuestra vida interior y exterior, llenos de insatisfacciones, frustraciones, malos pensamientos y deseos impuros, enfermedades, crisis nerviosas y ansiedades, paralizados y confundidos, imposibilitados de encontrar por nosotros mismos el camino, invoquemos la ayuda de Dios: ¡Señor ayúdame; ten piedad de mi que soy pecador! Amén.
San Gregorio Palamás (1296-1359)
Creció en una familia cristiana piadosa, en un ambiente culto donde estudió la Retórica, pero desde pequeño anhelaba la vida monástica, así que, al llegar a la edad de 20 años, se marchó con su hermano hacia el monte Athos donde se dedicó a buscar la divina sabiduría con devoción, humildad y austeridad. Su nombre sobresalió entre los monjes, por tanto, unos años más, fue elegido abad de un monasterio en Athos. Extrañando la vida de la soledad, no pudo quedarse en su posición más que un año, así que regresó a su ermita.
Desde su celda el monje Gregorio se enfrentó con una persona, llamada Barlaam, griego-italiano culto que estaba enamorado de la filosofía antigua griega, a tal grado que elevaba a los filósofos a la postura de los apóstoles en el conocimiento de Dios. Afectado por el dualismo de la filosofía griega, Barlaam despreció el cuerpo como obstáculo para el alma. San Gregorio le contestó con la experiencia de la Iglesia “vuestros cuerpos son santuarios del Espíritu Santo”, lo que piden los cristianos no es liberarse del cuerpo, sino de los deseos y pasiones carnales.
Gregorio y Barlaam intercambiaron escritos ofensivos durante tres años, hasta que se reunió el concilio (1341) en Constantinopla, donde se confirmó la recta fe de Gregorio y se condenó la enseñanza de Barlaam.
Gregorio fue elegido metropolita de Tesalónica donde permaneció 12 años durante los que predicó con la palabra de Dios, educó las almas y conservó la recta fe, ni siquiera su enfermedad que concluiría con su muerte, sería un obstáculo serio en su ardua labor. En el transcurso de los últimos días de su vida, exclamaba con frecuencia, “lo celestial es para los celestiales” como si estuviera viendo abiertos los cielos. Su muerte era el bienaventurado final de una vida milagrosa en este mundo, e inicio de una eterna, cerca del divino trono.
Su lucha por la ortodoxia era conocida para todos sus contemporáneos, así como su santidad, sus milagros durante la vida y después de muerte. Todo esto provocó el unánime reconocimiento del pueblo a su santidad la cual fue anunciada no más de 10 años después de su muerte, y determinándose el día de su recuerdo en el segundo domingo de la Cuaresma.