El Gran Jueves Santo

La noche de este día, Jesús cenó en la ciudad de Jerusalén con sus doce discípulos. Durante la cena, bendijo el pan y el vino, instituyendo así el Sacramento de la Eucaristía.

También lavó los pies de los discípulos, dándoles un gran ejemplo de humildad. Les dijo claramente, que uno de ellos, Judas, habría de traicionarlo, y lo señaló al darle el pan que remojó en el plato. Y cuando Judas salió, el Señor entregó a sus discípulos las enseñanzas sublimes contenidas en los Evangelios conocidos como de la Pasión y que se leen esta noche.  En seguida, Jesús fue al Monte de los Olivos y empezó a entristecerse. Se alejó de los discípulos, prosternándose y orando fervorosamente hasta que su sudor cayó como gotas de sangre.  No había terminado esta oración y esta lucha, cuando Judas apareció con soldados armados y una multitud de gente.  Saludó al Maestro con un beso y lo entregó. Enseguida, los soldados y sirvientes de los judíos tomaron a Jesús, lo ataron, llevándolo ante Anás y Caifás.

Por tu misericordia y entrañable compasión, oh Cristo Dios nuestro, ten piedad de nosotros. Amén.

Tropario del Jueves Santo, tono 8

Cuando los gloriosos apóstoles * fueron iluminados en el lavatorio de la Cena, * el impío Judas, enfermo de amor a la plata, * se oscureció, * y a los jueces inicuos les entregó al justísimo Juez. * Ved, amantes del dinero, * a quien por él tuvo que ahorcarse; * y huid del alma insaciable * que se atrevió a tal cosa contra el Maestro. * ¡Oh Piadoso, cuya bondad abriga todo, Señor, gloria a ti!

Hieromártir Simeón, obispo de Persia y compañeros mártires.

 

El hieromártir Simeón, sufrió durante la persecución contra los cristianos bajo el emperador persa Sapor II (310-381). Lo acusaron de colaborar con el Imperio romano y de actividades subversivas contra el emperador persa.

En el año 344, el emperador emitió un edicto que imponía un alto impuesto a los cristianos. Cuando algunos se negaron a pagarlo, se consideró un acto de rebelión, por lo que el emperador inició una feroz persecución contra ellos.

San Simeón fue llevado a juicio con grilletes de hierro como supuesto enemigo del reino persa, junto con los dos hieromártires Habdelai y Ananías. El santo obispo ni siquiera se inclinó ante el emperador, quien le preguntó por qué no le mostraba el debido respeto. El santo respondió: «Antes, me inclinaba por tu rango, pero ahora, cuando me pides que renuncie a mi Dios y abandone mi fe, no me corresponde inclinarme ante ti».

El emperador lo instó a adorar al sol y amenazó con erradicar el cristianismo de su tierra si se negaba. Pero ni las insistencias ni las amenazas lograron quebrantar al santo, y lo llevaron a prisión. En el camino, el eunuco Usphazanes, consejero del emperador, vio al santo. Se levantó e hizo una reverencia al obispo, pero el santo se apartó de él porque él, ex cristiano, por temor al emperador, ahora adoraba al sol.

El eunuco se arrepintió de todo corazón, cambió su elegante atuendo por ropas toscas y, sentado a las puertas de la corte, exclamó amargamente: “¡Ay de mí, cuando me presente ante mi Dios, de Quien estoy separado! ¡Aquí estaba Simeón, y me ha dado la espalda!”.

El emperador Sapor se enteró del dolor de su amado tutor y le preguntó qué había sucedido. Le dijo al emperador que lamentaba profundamente su apostasía y que ya no adoraría al sol, sino solo al único Dios verdadero. El emperador, sorprendido por la repentina decisión del anciano, le instó a no abjurar de los dioses que sus padres habían venerado. Pero Usphazanes se mantuvo inflexible y lo condenaron a muerte. San Usphazanes pidió a los heraldos de la ciudad que informaran que murió no por crímenes contra el emperador, sino por ser cristiano. El emperador accedió a su petición.

San Simeón también se enteró de la muerte de Usphazanes y dio gracias al Señor. Cuando lo llevaron ante el emperador por segunda vez, san Simeón se negó de nuevo a adorar a los dioses paganos y confesó su fe en Cristo. El emperador, enfurecido, ordenó decapitar a todos los cristianos en la prisión ante los ojos del santo.

Sin temor, los cristianos fueron a la ejecución, bendecidos por el santo jerarca, e inclinaron la cabeza bajo la espada. El compañero de San Simeón, el sacerdote Habdelai, también fue decapitado. Cuando llegaron ante el sacerdote Ananías, este tembló de repente. Entonces, uno de los dignatarios, San Fúsico, cristiano en secreto, temió que Ananías renunciara a Cristo y exclamó: «No temas a la espada, Anciano, y verás la luz divina de nuestro Señor Jesucristo».

San Fúsico se traicionó a sí mismo con este arrebato. El emperador ordenó arrancarle la lengua y desollarlo. Junto con San Fúsico, su hija Askitrea también fue martirizada. San Simeón fue el último en comparecer ante el verdugo, quien colocó su cabeza en el tajo (13 de abril de 344). Las ejecuciones continuaron durante toda la Semana Brillante hasta el 23 de abril.

San Azates el Eunuco, funcionario cercano al emperador, también recibió la corona del martirio, junto con los santos Abdecalas, Ustazanes y Azades. Las fuentes indican que 1150 mártires perecieron por negarse a aceptar la religión persa.

Tono 4

Tus mártires, oh Señor, * han obtenido de ti * coronas de incorrupción * en su lucha, Dios nuestro. * Al tener, pues, tu fuerza, * han vencido a tiranos * y aplastado de los demonios * su abatida insolencia. * Por sus intercesiones, oh Cristo Dios, * salva nuestras almas.

San Agapito, Papa de Roma

 

 

San Agapito, fue un ferviente seguidor de la ortodoxia. Por su vida piadosa, se ganó la estima general y fue elevado a la cátedra de Roma en el año 535.

El rey godo Teodorico el Grande envió a Agapito a Constantinopla para negociar la paz. En el camino, San Agapito se encontró con un hombre cojo y mudo. Lo curó de su cojera y, tras recibir los Santos Misterios, el mudo habló. Tras llegar a Constantinopla, el santo curó a un mendigo ciego.

En aquella época, se convocó un concilio local en Constantinopla, san Agapito participó en él y defendió con celo la doctrina ortodoxa contra el hereje Severo, quien enseñaba que el Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo estaba sujeto a la descomposición, como el cuerpo de todo ser humano.

San Agapito murió en Constantinopla en el año 536.

Tono 4, del común de Santos Jerarcas

La verdad de tus obras * te ha mostrado a tu rebaño * cual regla de fe, icono de mansedumbre * y maestro de abstinencia. * Así que alcanzaste, por la humildad, alturas y por la pobreza, riquezas. * ¡Oh santo padre Agapito, * in­tercede ante Cristo Dios, * para que salve nuestras almas!

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