Teodora era la esposa de un joven en Alejandría. Aconsejada por una adivinadora, cometió adulterio con otro hombre. Su conciencia comenzó a acusarla de inmediato, y cortando su cabello se vistió de hombre, marchándose al Monasterio de Octodecatos con el nombre Teodoro.
Sus labores [ascéticas], ayunos, vigilias, mansedumbre y arrepentimiento sazonado con lágrimas eran una fuente de asombro para todos los hermanos. Fue difamada por una prostituta que decía que “el monje Teodoro” había yacido con ella y de cuya relación había tenido un hijo. La santa no reveló la verdad para defenderse, considerando esto como un castigo de Dios por su antiguo pecado. Expulsada del monasterio, pasó siete años vagando por bosques y desiertos, cuidando del hijo de la prostituta, al que amó y educó como verdadera madre. Venció todos los ataques del enemigo, rehusándose a adorar a Satanás, a tomar comida de la mano de un soldado, y a hacer caso de la petición de su esposo de que regresara— pues todas estas eran visiones malignas, y cuando Teodora hacía la señal de la Cruz, todo se desvanecía como humo. Después de siete años, el abad del monasterio la recibió de nuevo, y ella vivió allí en ascetismo dos años más y entonces entró a su descanso en el Señor. Sólo entonces se enteraron los monjes de que era una mujer; un ángel se apareció al abad y le explicó todo. Su esposo asistió al funeral, y permaneció hasta su muerte en la celda de su antigua esposa. Santa Teodora recibió grandes gracias de Dios: hacía mansas a las bestias salvajes, sanaba enfermedades, e hizo brotar agua en un pozo seco. Así Dios glorificó a esta verdadera penitente que, con heroica perseverancia, pasó nueve años arrepintiéndose de un sólo pecado. Entró a su descanso en el 490 d. C.
Tropario, tono 8 del común de santas Justas
En ti fue conservada la imagen de Dios fielmente, oh justa Teodora, * pues tomando la cruz seguiste a Cristo * y, practicando, enseñaste a despreocuparse de la carne, * que es efímera, * y a cuidar, en cambio, el alma inmortal. * Por eso hoy tu espíritu se regocija junto con los ángeles.
San Eufrosino el Cocinero
Nuestro Padre Eufrosino el Cocinero nació en una familia campesina y no recibió instrucción, pero era verdaderamente devoto y fiel.De adulto, se hizo cocinero y pudo ahorrar dinero de sus gastos privándose, pero solo por el bien de la limosna. Su posición como cocinero le permitía comer primero los mejores alimentos, pero nunca aprovechó este privilegio. Comía sus verduras y aceitunas con gratitud, mientras las carnes más apetitosas y los pescados más tentadores se cocinaban ante él.
Más tarde Eufrosino fue a un monasterio, donde su obediencia fue trabajar en la cocina como cocinero. A diferencia de las comidas que solía preparar en los hoteles seculares, preparaba platos muy sencillos en el monasterio. A los que se quejaban y se burlaban de él, Eufrosino respondió mansamente: “La buena comida no sirve para alcanzar el Reino de los Cielos. Cuanto más anhela el cuerpo el placer, más pierde el alma lo que realmente necesita. No es mi intención castigaros”.
Algunos monjes lo despreciaban por su origen rústico y tosco, pero él soportaba su desprecio en silencio y no se inmutaba por ello. San Eufrosino se esforzaba por agradar al Señor con su vida virtuosa, que ocultaba a los demás, pero el Señor mismo reveló a los hermanos monásticos a qué alturas espirituales había llegado su cocinero.
En el mismo monasterio había un sacerdote devoto que rezaba para saber qué cosas buenas se preparan para los que aman a Dios. Una noche, mientras dormía, se encontró en un hermoso jardín, donde, para su asombro, contempló las cosas más maravillosas. Entonces vio al Padre Eufrosino, el cocinero del monasterio, de pie en el jardín y disfrutando de las cosas buenas de ese lugar. Cuando se acercó al cocinero, le preguntó a quién pertenecía el jardín y cómo había llegado allí. San Eufrosino respondió: “Este jardín está reservado para los elegidos de Dios y, por su gran bondad, yo también habito aquí”. Entonces el sacerdote le preguntó qué hacía en el jardín. El Santo le dijo: “Tengo autoridad sobre todas las cosas que ves aquí. Me regocijo y estoy lleno de alegría y del gozo espiritual que me brindan”. El sacerdote le preguntó de nuevo: “¿Puedes darme algo de estas cosas buenas?” “Por supuesto”, respondió, “con la gracia de Dios, toma lo que quieras”. Señalando algunas manzanas, preguntó si podía tener algunas de ellas. San Eufrosino tomó algunas de las manzanas, las colocó en la túnica exterior del sacerdote y dijo: “Recibe lo que has pedido y que te deleites en ellas”.
En ese momento se oyó el semantron, convocando a los Padres al Oficio de Media Noche. Cuando el sacerdote despertó, pensó que su visión era sólo un sueño. Pero cuando buscó su manto, encontró las manzanas que le había dado el cocinero, y todavía podía oler su maravillosa fragancia.
Se levantó de la cama y se apresuró a ir a la iglesia. Allí vio a Eufrosino y le preguntó dónde había estado esa noche. El Santo dijo: “Perdóname, Padre, no he estado en ningún lado esta noche. Sólo he venido a la iglesia o al Oficio”. El sacerdote lo instó a decir la verdad, para que la gloria de Dios pudiera manifestarse. El humilde Eufrosino le dijo: “Estaba en el lugar donde están las cosas buenas, que heredarán los que aman a Dios, y que durante muchos años deseabas ver. Allí me viste disfrutando de las bendiciones de ese jardín; porque Dios se había dignado revelarte las bendiciones de los Justos. Él ha realizado este milagro a través de mí, el humilde”.
“Padre Eufrosino, ¿qué me has dado de aquel jardín?” Él respondió: “Las deliciosas y fragantes manzanas que acabas de poner sobre tu cama. Perdóname, Padre, porque soy un gusano y no un hombre”.
Al terminar el servicio de Maitines, el sacerdote contó a los hermanos su visión y les mostró las manzanas. Ellos notaron la inefable fragancia con alegría espiritual, maravillándose de lo que el sacerdote les había dicho. Corrieron a la cocina y encontraron que San Eufrosino ya había abandonado el monasterio, huyendo de la gloria de los hombres, y no lo podían encontrar. Los hermanos se repartieron las manzanas entre ellos y, como bendición, dieron trozos a quienes visitaban el monasterio, especialmente a los que necesitaban curación, pues quienes comieron las manzanas se curaron de sus dolencias.
Finalmente, san Eufrosino reposó en un remoto monasterio, alejado de las atenciones o las alabanzas de los hombres.
Tono 5
Con espíritu manso, san Eufrosino, * al ofrecer tu servicio de cocinero cortés, * te llenaste en verdad del Santo Espíritu. * Dios, por lo tanto, nos mostró, * por el justo sacerdote, * el brillo de tu gloria. * De ella haznos partícipes, * por tu intercesión ante Dios.