Domingo de Todos los Santos
Coronemos con cánticos al Bautista y Precursor, a los Apóstoles, Profetas y Mártires; Archisacerdotes, Ascetas, mujeres amantes de Dios y a todos los justos junto con los coros angélicos, pidiendo que, por sus ruegos, alcancemos la gloria que han obtenido, gloria que brota de Cristo Salvador. Exapostelario
Tropario de la Resurrección
Tono 8
Descendiste de las alturas, oh Piadoso, y aceptaste el entierro de tres días para librarnos de los sufrimientos. Vida y Resurrección nuestra, oh Señor, gloria a Ti.Tropario de «Todos los Santos»
Tono 4
Oh Cristo Dios, tu Iglesia, adornada con la sangre de tus mártires en todo el mundo, como si fuera con fino lino y púrpura, por ellos, te ruega diciendo: envía tu piedad sobre tu pueblo, otorga al mundo la paz, y a nuestras almas la gran misericordia.Condaquio de «Todos los Santos»
Tono 8
Oh Sembrador de la creación, el universo Te ofrece, como primicias de la naturaleza, a los Mártires, Portadores de Dios; por cuyas súplicas y las de la Madre de Dios, conserva a tu Iglesia en profunda paz, oh Señor Todo Misericordia.Carta del Apóstol San Pablo a los Hebreos (11: 33-12: 2)
Hermanos: Los Santos, por la fe, sometieron reinos, hicieron justicia, alcanzaron las promesas, cerraron la boca a los leones; apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, sacaron fuerzas de la debilidad, se hicieron valientes en la guerra, rechazaron ejércitos extranjeros; las mujeres recobraron resucitados a sus muertos. Unos fueron torturados, rehusando la liberación por conseguir una resurrección mejor; otros soportaron burlas y azotes, y hasta cadenas y prisiones; apedreados, torturados, aserrados, muertos a espada; anduvieron errantes cubiertos de pieles de ovejas y de cabras; faltos de todo; oprimidos y maltratados, ¡hombres de los que no era digno el mundo!, errantes por desiertos y montañas, por cuevas y cavernas de la tierra. Y todos ellos, aunque alabados por su fe, no consiguieron la promesa. Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros, de modo que no llegaran ellos sin nosotros a la perfección.
Por tanto, también nosotros, ya que tenemos en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe.
Evangelio Según San Mateo (10: 32, 33, 37, 38; 19: 27-30)
Dijo el Señor a sus discípulos: «Por todo aquél que se declare por Mí ante los hombres, Yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos.
El que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás, no es digno de Mí.»
Entonces Pedro, tomando la palabra, le dijo: «He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?» Jesús les dijo: «Yo les aseguro, que en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su Trono de gloria, ustedes que me han seguido se sentarán también en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquél que haya dejado casa, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi Nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna. Pero muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros.»
La Santidad
La Iglesia ha tenido a bien designar el primer domingo de Pentecostés para conmemorar a todos los santos. La Santidad es la evidencia de la obra de gracia efectuada por la tercera persona de la Santísima Trinidad en el corazón de los creyentes. Contra lo que piensa la mayoría, que únicamente pocos fieles son llamados a la santidad, leemos en la Sagrada Escritura, que la voluntad de Dios es que todo su pueblo sea santo: “porque la voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tes 4:3). Es por esto que, después de Pentecostés, El Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, santifica a la Iglesia, purificándola y dándole poder para vencer el poder y las fuerzas del mal. Antes de Pentecostés, los Apóstoles, como cualquier ser humano, tienen miedo y se esconden; después de Pentecostés, nada les arredra y, santificados, aunque los persiguen hasta el martirio, predican a Cristo resucitado.
La Santidad es pureza total, nuestro máximo galardón será ver a Dios tal cual Él es (1 Jn 3: 2). Pero para poder ver a Dios, el alma debe estar purificada, esto es, limpia de pecado. Cristo nos dice “bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5: 8). Abundan en la Sagrada Escritura las citas que nos enseñan que solo los de limpio corazón estarán frente al Altísimo; mencionemos solamente dos de ellas: “¿Quien subirá al monte de Yahvé?, ¿y quién estará en su lugar santo?, el limpio de manos y puro de corazón” (Sal 24: 3-4). “No entrará en ella (la nueva Jerusalén) ninguna cosa inmunda” (Ap 21: 27). El Espíritu Santo nos purifica de todo pecado, haciéndonos, precisamente, limpios y aptos para estar frente al Todopoderoso; así como el fuego purifica los metales en el crisol, quitando de ellos toda impureza, igualmente el fuego del Espíritu Divino nos limpia de toda impureza.
Otra fase de la Santidad en la Consagración total a Dios, esto implica dedicación, separación para con Dios. Los vasos del templo de Jerusalén, que fueron dedicados para el servicio de Dios, eran por lo tanto vasos santos; cuando el rey Belsasar mandó traer los vasos de oro del Templo para usarlos en la orgía que efectuaba en su palacio, la ira de Dios se manifestó, y apareció una escritura en las paredes de su palacio anunciándole su destino (Dn. 5: 2). El pueblo de Dios, que es un pueblo de sacerdotes y gente santa (Ex 19: 6), es un pueblo dedicado, consagrado, separado para la honra y gloria del Altísimo. Este tema es tan extenso que es imposible tratarlo en su totalidad en este pequeño espacio. Hagamos esta última reflexión: el Hombre, por sí mismo, no puede santificarse, por lo que debe entregarse y consagrarse al Todopoderoso, para ser santificado. Sigamos el ejemplo de aquellos santos que vivieron en el mundo, pero no amaron al mundo, y aumentaron sus virtudes con la fuerza del Espíritu Santo, y por esto muchos de ellos fueron al martirio por haberse consagrado a Dios, y prefirieron el martirio antes que apostatar de su Creador y Redentor.
Rev. Padre Mario Lara Catedral de San Jorge México D.F.
La intercesión de los santos
En este día, el domingo siguiente al de Pentecostés, y en el que recordamos a todos los coros de los santos sería de provecho recordar porqué los veneramos y qué importancia tinen sus intercesiones.
Los primeros venerados por los cristianos fueron los mártires. Su restos se conservaban cuidadosamente como tesoros preciosos, no necesariamente por su poder milagroso sino por que estos fieles de Cristo lucharon la buena batalla e imitaron la muerte del Señor. Porque no son los mártires los que viven en ellos mismos, sino que es Cristo quien vive en ellos (Gal. 2:20). Una ves libre la iglesia de las persecuciones, se empezó a venerar al coro entero de los Santos que aunque no habían derramado su sangre, día con día testimoniaban su vida en el evangelio, en Cristo, aniquilando sus propios deseos y pasiones y solo deseando hacer la voluntad de su Señor.
El concepto de la Iglesia sobre este punto está conectado con su comprensión de la muerte. Los fieles, desde los primeros tiempos, han acostumbrado orar los unos por los otros pidiendo la intercesión de los justos “la oración ferviente del justo tiene mucho poder” (Santiago 5,16).
Si la Iglesia nos enseña a pedir los ruegos de los justos vivos, cuanto más nos alienta a pedir las intercesiones de aquellos que ya han sido coronados con la victoria de la santidad. Pues, su muerte no ha sido más que un paso hacia la Vida. En las catacumbas romanas de los primeros siglos cristianos se encuentran testimonios como las siguientes oraciones: “Noria, seas bienaventurada y ruega por nosotros” y “Pedro y Pablo, rueguen por Víctor”.
Con la irrupción de la Iglesia en el ámbito pagano, y la entrada masiva de gentiles a las filas del cristianismo, algunas veces, la veneración a los santos se exageró, llegando estos a tomar el lugar de los dioses paganos. Esta situación se tradujo en una distanciamiento entre la teología y adoración cristiana por un lado y por el otro las prácticas cultuales de algunos grupos. Mas la Iglesia siempre conservó la transparencia de los santos: son lunas que reflejan la luz del Sol verdadero. Y esto es lo que ha enseñado siempre: los santos nos guían a Cristo.
Las cuatro velas
Cuatro velas encendidas suavemente hablaban entre ellos.
Dijo la primera: “Soy la vela de la paz; nadie en este mundo quiere que mi flama siga.” Y he aquí que su luz se apaga.
Dijo la segunda vela: “Yo soy la de la fe; en estos días parece que ya no soy de las cosas indispensables.” Y se empezó a sofocar.
Con tristeza, la tercera vela decía: “Soy la del amor; ya no tengo fuerza más para seguir iluminando; los hombres me han puesto a un lado y ya no reconocen mi valor; se han olvidado del amor aun a los más cercanos.” Al terminar su palabras, se extinguió completamente.
De repente, un niño entró en el cuarto y encontró sofocadas las tres velas. Empezó a llorar y decía: “¿Acaso no debían permanecer encendidas hasta el fin?”
Y al instante, el niño escuchó una voz suave –era la de la cuarta vela– que le decía blandamente: “¡No tengas miedo!, yo soy la vela de la esperanza. Mientras estoy encendida, puedes inflamar a mis hermanas.”
Con ojos brillantes, el niño agarró la vela de la esperanza y encendió las demás.
No dejes que la flama de la esperanza en la misericordia del Señor muera en tu corazón. Con la esperanza y la confianza en Dios, por más incómodas que sean las circunstancias, el amor, la fe y la paz volverán a iluminar tu vida esplendorosamente.