Domingo del Pentecostés
Oh Santísimo Espíritu que procedes del Padre y que, por el Hijo, vienes sobre los iletrados Discípulos: salva y santifica a todos los que te reconocen como Dios. Exapostelario
Tropario de Pentecostés
Tono 8
¡Bendito eres Tú, oh Cristo Dios nuestro, que mostraste a los pescadores sapientísimos cuando enviaste sobre ellos el Espíritu Santo. Y por ellos el universo pescaste! ¡oh Amante de la humanidad, gloria a Ti!Condaquio de Pentecostés
Tono 8
Cuando el Altísimo descendió en Babel, confundiendo las lenguas, dispersó las naciones; mas cuando repartió las lenguas de fuego, llamó a todos a la unidad. Por lo cual, glorificamos unánimemente al Santísimo Espíritu.Lectura de Hechos de los Apóstoles (2: 1-11)
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén judíos, hombres piadosos que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues, ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.»
Evangelio según San Juan (7:37-52, 8:12)
En el último día de la fiesta, que es el más solemne, Jesús se puso de pie, y alzo la voz diciendo: «Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba. El que crea en Mí, como dice la Escritura, de su interior emanarán ríos de agua viva.» Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu Santo, que iban a recibir los que creyesen en Él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús todavía no había sido glorificado. Muchos entre la gente, al escuchar estas palabras, decían: «Éste ciertamente es el profeta.» Otros decían: «Éste es el Cristo.» Mas algunos replicaban: «¿Por ventura el Cristo va a venir de Galilea? ¿No dice la Escritura que del linaje de David, y de Belén, donde David moraba, vendrá el Cristo?» Con esto, se suscitaron disputas entre la gente del pueblo sobre Él. Algunos de ellos querían prenderlo, pero nadie le echó mano.
Los guardias volvieron a los sumos sacerdotes y fariseos, y éstos les dijeron: «¿Por qué no lo han traído?» Respondieron los guardias: «Jamás hombre alguno ha hablado como habla este hombre.» Les dijeron los fariseos: «¿También ustedes se han dejado engañar? ¿Acaso algún magistrado o fariseo ha creído en Él? Pero esa gente que no conoce la Ley son unos malditos.» Les respondió Nicodemo, el que había ido antes a ver a Jesús y que era uno de ellos: «¿Acaso nuestra Ley condena a un hombre sin haberle oído primero y sin saber lo que hace?» Le respondieron así: «¿Es que tú también eres de Galileo? Examina bien las Escrituras, y verás que de Galilea no ha salido ningún profeta.»
Jesús les habló de nuevo y dijo: «Yo soy la Luz del mundo. El que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida.
El poder de lo alto
Si nos preguntasen de improviso, ¿cuál fue el último mandamiento que Cristo dio a sus apóstoles y discípulos?, es casi seguro que la mayoría de nosotros contestaríamos que el último mandamiento fue la gran comisión, cuando les mandó predicar a todas las naciones y bautizar a toda criatura en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28:19); y los que contestasen acertadamente dirán que el último mandamiento fue «que no se fuesen de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual les dijo oísteis de mi» (Hch 1:4). ¿A qué promesa se refería nuestro Señor Jesucristo? a la venida del Espíritu Santo. En varias ocasiones, Cristo promete que enviará al Espíritu Santo: «Yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador que estará con vosotros para siempre, El Espíritu de Verdad» (Jn 14:16-17).
Antes de ascender a la diestra del Padre, recomienda a los apóstoles esperar la venida del Espíritu Santo, para que sean investidos de un poder especial que los capacitará para emprender la magna empresa que les ha sido encomendada: «Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta en lo último de la tierra» (Hch 1:8). Los apóstoles ya estaban adoctrinados, pero necesitaban de un poder especial, a fin de estar capacitados para enfrentarse al mundo y propagar una doctrina de la cual ellos eran depositarios. No cualquier hombre podía, con sus propias fuerzas, cambiar la filosofía del mundo pagano de aquella época, solamente hombres transformados con un poder Divino podrían levantarse en lucha y cumplir la voluntad de Cristo el Salvador.
En Pentecostés se cumple la promesa divina; y al descender el Espíritu Santo sobre cada uno de los discípulos en forma de lenguas de fuego, santifica a la naciente Iglesia, y le da poder para enfrentarse a Satanás y sus huestes. Veamos algunos hechos del Divino Espíritu; antes de Pentecostés, el apóstol San Pedro era interesado, como cualquier hombre natural, pues le dice a Cristo: «Mira que todo lo hemos dejado, ¿qué, pues, recibiremos a cambio?» (Mt19:27). Después de Pentecostés, Pedro ha sido cambiado, pues le dice al paralítico: «No tengo oro ni plata, pero lo que tengo te doy» (Hch 3:6). Antes de Pentecostés Pedro, por miedo, niega a su maestro; después de Pentecostés dice desafiando al Sanedrín: «No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4:20). Ya no tenemos espacio para seguir mencionado la tonificante acción de la tercera persona de la Santísima Trinidad, el Divino Espíritu Santo, bástenos saber que así como santificó a la naciente Iglesia en el cenáculo, nos santifica a cada uno de nosotros, como lo dice Su Beatitud, el Patriarca Ignacio IV: «Sentimos las gotas del Espíritu Santo que como el rocío, descienden sobre nuestra alma santificándola.» Gracias Padre Santo y Dios nuestro, por darnos a tu Divino Espíritu.
Rev. Padre Mario Lara Catedral de San Jorge México D.F.
La fiesta de Pentecostés
La fiesta de «Pentecostés» o (el cincuentavo día después de la Pascua) era una de las festividades más importantes del Antiguo Testamento. Esta fiesta marcaba la aceptación de la ley de Sinaí en los tiempos del profeta Moisés, cuando 1500 años antes del Nacimiento de Cristo, al pie del monte Sinaí, el pueblo hebreo, liberado de Egipto, entró en la unión con Dios. Los hebreos prometieron a Dios su obediencia y Dios les prometió Su benevolencia. Por su ubicación en el año esta fiesta coincidía con la finalización de la cosecha y esto aumentaba su alegría. Muchos hebreos diseminados en el Imperio Romano trataban de llegar para esta fiesta a Jerusalén. Muchos de ellos, nacidos en otros países, entendían con dificultad su lengua hebrea, pero hacían el esfuerzo de guardar sus costumbres religiosas, y peregrinar a Jerusalén.
Se debe pensar que no fue una mera coincidencia que en aquel día se juntaron dos acontecimientos importantes: la llegada del Espíritu Santo y el Pentecostés hebreo.
Pentecostés del Antiguo Testamento marcaba la liberación de los hebreos de la cautividad egipcia y el comienzo de la vida libre en unión con Dios. En el nuevo Pentecostés, el descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles significó la liberación de los creyentes del poder del diablo y el comienzo de una nueva vida llena de Gracia y unión con Dios en su Reino Espiritual: el comienzo de la Iglesia. Así la Festividad de Pentecostés es el día cuando la teocracia del Antiguo Testamento que comenzó en el Sinaí y que dirigía la sociedad con la severa ley escrita, fue sustituida por la teocracia del Nuevo Testamento en la cual Dios mismo dirige a los creyentes en espíritu de libertad y amor.
Profundamente afectados por la Pasión, muerte y Resurrección del Señor, los Apóstoles crecieron espiritualmente hacia el tiempo de Pentecostés, sintieron y maduraron para recibir los dones del Espíritu Santo. Entonces descendió sobre ellos la plenitud de la Gracia Divina y ellos, por primera vez, probaron los frutos espirituales del sacrificio salvador del Dios y Hombre.