Es la semana de la profunda vigilia donde el alma anhela al Novio Jesús; “He aquí que el Novio viene a medianoche…” cantamos en los primeros días de la Semana. Viene y entra en la oscuridad de tu alma a fin de que ella pueda recibir la Luz Pascual.
Será conveniente que, además de los servicios, dediquemos tiempo, según se pueda, para leer en los Evangelios, para alimentar nuestra contrición, así que, ungidos el miércoles con el Santo Óleo “para la curación del cuerpo y del alma”, podamos participar en la Cena Mística del Jueves Santo (en la mañana). En la noche del mismo día y con las doce lecturas evangélicas que la Iglesia nos lee, penetramos en la Pasión de Cristo y nos suavizan el corazón las palabras del Señor sobre su voluntaria entrega, sobre la promesa del Paráclito, y sobre la Iglesia surgida de su Costado herido.
Gran bendición nos otorga la participación de “las Horas Reales” de la mañana del Viernes: Salmos, profecías, lecturas evangélicas, epístolas y cantos que se refieren a la Pasión; comprendemos la Cruz como la fuerza de Dios y su sabiduría. Al terminar el Servicio ponemos el Epitafio (el icono del Entierro Divino) en medio de la Iglesia y lo veneramos, y regresamos en la tarde para alabar con los himnos fúnebres el misterio “¡Al Hades bajaste, y la muerte pisoteaste, con tu poder divino!”; y con la procesión del Epitafio contemplamos “la Providencia cumplida con la Muerte.”
El Sábado de la Gloria los catecúmenos recibían el Bautismo: muerte por el pecado y resurrección para una vida nueva en Cristo Jesús. En esta Liturgia, por ya no soportar más que el Señor permanezca en el sepulcro, le exclamamos: “Levántate, oh Señor, Juzga la tierra,” mientras el sacerdote arroja sobre los fieles el laurel anunciando que nuestro Salvador ha vencido y que, por su Cruz, ya somos vencedores.
La Semana no es santa por sí misma si no por consagrarla al Santo Acontecimiento; “venid, hermanos, acompañémoslo con conciencia pura, crucifiquémonos con Él por los deseos de la vida…” Para que, concluyéndose la Semana, podamos clamar desde el fondo del ser: “¡Cristo ha resucitado!”