23/02
San Policarpo fue uno de los más famosos entre aquellos obispos de la Iglesia primitiva a quienes se les da el nombre de “Padres Apostólicos”, por haber sido discípulos de los Apóstoles y directamente instruidos por ellos. Policarpo fue discípulo de San Juan Evangelista, y los fieles le profesaban una gran veneración. Entre sus muchos discípulos y seguidores se encontraban San Ireneo y Papías. Cuando Florino, que había visitado con frecuencia a San Policarpo, empezó a profesar ciertas herejías, San Ireneo le escribió: “Esto no era lo que enseñaban los obispos, nuestros predecesores. Yo te puedo mostrar el sitio en el que el bienaventurado Policarpo acostumbraba a sentarse a predicar. […] Pues bien, puedo jurar ante Dios que si el santo obispo hubiese oído tus errores, se habría tapado las orejas y habría exclamado, según su costumbre: ¡Dios mío!, ¿por qué me has hecho vivir hasta hoy para oír semejantes cosas?”.
La tradición cuenta que, habiéndose encontrado San Policarpo con Marción en las calles de Roma, el hereje le increpó, al ver que no parecía advertirle: ‘¿Qué, no me-conoces?” “Sí, –le respondió Policarpo–, se que eres el primogénito de Satanás”. El santo obispo había heredado este aborrecimiento hacia las herejías de su maestro San Juan, quien salió huyendo de los baños, al ver a Cerinto. Ellos comprendían el gran daño que hace la herejía.
San Policarpo besó las cadenas de San Ignacio, cuando éste pasó por Esmirna, camino del martirio, e Ignacio a su vez, le recomendó que velara por su lejana Iglesia de Antioquía y le pidió que escribiera en su nombre a las Iglesias de Asia, a las que él no había podido escribir. San Policarpo escribió poco después a los Filipenses una carta que se conserva todavía y que merece toda admiración por la excelencia de sus consejos y la claridad de su estilo.
El año sexto de Marco Aurelio, según la narración de Eusebio, estalló una grave persecución en Asia, en la que los cristianos dieron pruebas de un valor heroico. Germánico, quien había sido llevado a Esmirna con otros once o doce cristianos se señaló entre todos, y animó a los pusilánimes a soportar el Martirio. En el anfiteatro, el procónsul le exhortó a no entregarse a la muerte en plena juventud, cuando la vida tenía tantas cosas que ofrecerle, pero Germánico provocó a las fieras para que le arrebataran cuanto antes la vida perecedera. Pero también hubo cobardes: un frigio, llamado Quinto, consintió en hacer sacrificios a los dioses antes que morir.
La multitud no se saciaba de la sangre derramada y gritaba: “¡Mueran los enemigos de los dioses! ¡Muera Policarpo!” Los amigos del santo le habían persuadido que se escondiera, durante la persecución, en un pueblo vecino. Tres días antes de su martirio tuvo una visión en la que aparecía su almohada envuelta en llamas; esto fue para él una señal de que moriría quemado vivo como lo predijo a sus compañeros. Cuando los perseguidores fueron a buscarle, cambió de refugio, pero un esclavo, a quien habían amenazado si no le delataba, acabó por entregarle.
Los autores de la carta de la que tomamos estos datos, condenan justamente la presunción de los que se ofrecían espontáneamente al martirio y explican que el martirio de San Policarpo fue realmente evangélico, porque el santo no se entregó, sino que esperó a que le arrestaran los perseguidores, siguiendo el ejemplo de Cristo.
Herodes, el jefe de la policía, mandó por la noche a un piquete de caballería a que rodeara la casa en que estaba escondido Policarpo; éste se hallaba en la cama, y rehusó escapar, diciendo: “Hágase la voluntad de Dios”. Descendió, pues, hasta la puerta, ofreció de cenar a los soldados y les pidió únicamente que le dejasen orar unos momentos. Habiéndosele concedido esta gracia, Policarpo oró de pie durante dos horas, por sus propios cristianos y por toda la Iglesia. Hizo esto con tal devoción, que algunos de los que habían venido a aprehenderle se arrepintieron de haberlo hecho. Montado en un asno fue conducido a la ciudad. En el camino se cruzó con Herodes y el padre de éste, Nicetas, quienes le hicieron venir a su carruaje y trataron de persuadirle de que no “exagerase” su cristianismo: “¿Qué mal hay –le decían– en decir Señor al César, o en ofrecer un poco de incienso para escapar a la muerte?” Hay que notar que la palabra “Señor” implicaba en aquellas circunstancias el reconocimiento de la divinidad del César. El obispo permaneció callado al principio; pero, como sus interlocutores le instaran a hablar, respondió firmemente: “Estoy decidido a no hacer lo que me aconsejan”. Al oír esto, Herodes y Nicetas le arrojaron del carruaje con tal violencia, que se fracturó una pierna.
El santo se arrastró calladamente hasta el sitio en que se hallaba reunido el pueblo. A la llegada de Policarpo, muchos oyeron una voz que decía: “Sé fuerte, Policarpo, y muestra que eres hombre”. El procónsul le exhortó a tener compasión de su avanzada edad, a jurar por el César y a gritar: “¡Mueran los enemigos de los dioses!” El santo, volviéndose hacia la multitud de paganos reunida en el estadio, gritó: “¡Mueran los enemigos de Dios!” El procónsul repitió: “Jura por el César y te dejaré libre; reniega de Cristo”. “Durante ochenta y seis años he servido a Cristo, y nunca me ha hecho ningún mal. ¿Cómo quieres que reniegue de mi Dios y Salvador? Si lo que deseas es que jure por el César, he aquí mi respuesta: Soy cristiano. Y si quieres saber lo que significa ser cristiano, dame tiempo y escúchame”. El procónsul dijo: “Convence al pueblo”. El mártir replicó: “Me estoy dirigiendo a ti, porque mi religión enseña a respetar a las autoridades si ese respeto no quebranta la ley de Dios. Pero esta muchedumbre no es capaz de oír mi defensa”. En efecto, la rabia que consumía a la multitud le impedía prestar oídos al santo.
El procónsul le amenazó: “Tengo fieras salvajes”. “Hazlas venir –respondió Policarpo–, porque estoy absolutamente resuelto a no convertirme del bien al mal, pues sólo es justo convertirse del mal al bien”. El precónsul replicó: “Puesto desprecias a las fieras te mandaré quemar vivo”. Policarpo le dijo: “Me amenazas con fuego que dura un momento y después se extingue; eso demuestra ignoras el juicio que nos espera y qué clase de fuego inextinguible aguarda a los malvados. ¿Qué esperas? Dicta la sentencia que quieras”.
Durante estos discursos, el rostro del santo reflejaba tal gozo y confianza y actitud tenía tal gracia, que el mismo procónsul se sintió impresionado. Sin embargo, ordenó que un heraldo gritara tres veces desde el centro del estadio: Policarpo se ha confesado cristiano”. Al oír esto, la multitud exclamó: “¡Este es el maestro de Asia, el padre de los cristianos, el enemigo de nuestros dioses que enseña al pueblo a no sacrificarles ni adorarles!” Como la multitud pidiera al procónsul que condenara a Policarpo a los leones, aquél respondió que no podía hacerlo, porque los juegos habían sido ya clausurados. Entonces gentiles y judíos pidieron que Policarpo fuera quemado vivo.
En cuanto el procónsul accedió a su petición, todos se precipitaron a traer leña de los hornos, de los baños y de los talleres. Al ver la hoguera prendida, Policarpo se quitó los vestidos y las sandalias, cosa que no había hecho antes porque los fieles se disputaban el privilegio de tocarle. Los verdugos querían atarle, pero él les dijo: “Permitidme morir así. Aquél que me da su gracia para soportar el fuego me la dará también para soportarlo inmóvil”. Los verdugos se contentaron pues, con atarle las manos a la espalda. Alzando los ojos al cielo, Policarpo hizo la siguiente oración: “¡Señor Dios Todopoderoso, Padre de tu amado y bienaventurado Hijo, Jesucristo, por quien hemos venido en conocimiento de Ti, Dios de los ángeles, de todas las fuerzas de la creación y de toda la familia de los justos que viven en tu presencia! ¡Yo te bendigo porque te has complacido en hacerme vivir estos momentos en que voy a ocupar un sitio entre tus mártires y a participar del cáliz de tu Cristo, antes de resucitar en alma y cuerpo para siempre en la inmortalidad del Espíritu Santo! ¡Concédeme que sea yo recibido hoy entre tus mártires, y que el sacrificio que me has preparado Tú, Dios fiel y verdadero, te sea laudable! ¡Yo te alabo y te bendigo y te glorifico por todo ello, por medio del Sacerdote Eterno, Jesucristo, tu amado Hijo, con quien a Ti y al Espíritu sea dada toda gloria ahora y siempre! ¡Amén!”
No bien había acabado de decir la última palabra, cuando la hoguera fue encendida. “Pero he aquí que entonces aconteció un milagro ante nosotros, que fuimos preservados para dar testimonio de ello –escriben los autores de esta carta–: las llamas, encorvándose como las velas de un navío empujadas por el viento, rodearon suavemente el cuerpo del mártir, que entre ellas parecía no tanto un cuerpo devorado por el fuego, cuanto un pan o un metal precioso en el horno; y un olor como de incienso perfumó el ambiente”. Los verdugos, recibieron la orden de atravesar a Policarpo con una lanza; al hacerlo, brotó de su cuerpo una paloma y tal cantidad de sangre, que la hoguera se apagó.
Nicetas aconsejó al procónsul que no entregara el cuerpo a los cristianos, no fuera que estos, abandonando al Crucificado, adorasen a Policarpo. Los judíos habían sugerido esto a Nicetas, “sin saber –dicen los autores de la carta– que nosotros no podemos abandonar a Jesucristo ni adorar a nadie porque a Él le adoramos como Hijo de Dios, y a los mártires les amamos simplemente como discípulos e imitadores suyos, por el amor que muestran a su Rey y Maestro”. Viendo la discusión provocada por los judíos, el centurión redujo a cenizas el cuerpo del mártir. “Más tarde -explican los autores de la carta- recogimos nosotros los huesos, más preciosos que las más ricas joyas de oro, y los depositamos en un sitio dónde Dios nos concedió reunirnos, gozosamente, para celebrar el nacimiento de este mártir”. Esto escribieron los discípulos y testigos. Policarpo recibió el premio de sus trabajos, a las dos de la tarde del 23 de febrero de 155, o 166, u otro año.
Sus intercesiones sean por nosotros. Amén.