11/02
San Blasio, obispo y mártir, fue celebre en todo el mundo cristiano por el don de los milagros con que Dios lo honró.
Nació en Sebaste, cuidad de Armenia. La pureza de sus costumbres, la dulzura de su naturaleza, su humildad y prudencia, y sobre todo, su eminente misericordia, criaron en él la estimación de todo lo bueno.
Los primeros años de su vida se desempeñó en el estudio de la filosofía y un tiempo hizo grandes progresos. Los bellos descubrimientos que hizo en el estudio de la naturaleza excitaron su inclinación a la medicina, la cual practicó con perfección. Esta profesión le dio motivo para conocer más de cerca las enfermedades y la miseria de esta vida. Pensaba retirarse al desierto, pero cuando falleció el obispo de Sebaste, lo eligieron en su reemplazo con los aplausos de toda la ciudad.
El nuevo cargo lo obligó a iniciar una vida más santa. Cuanto más se ocupaba de la salvación de sus ovejas, más aumentaba esa despreocupación por su propia vida. Se dedicó entonces a instruir al pueblo; más con su ejemplo que con su palabra.
Era tan grande la predisposición que tenía al retiro y tan ardiente el deseo de perfeccionarse cada día más y más, que tuvo la necesidad de esconderse en una gruta, situada en la punta de una montaña llamada “el monte Argeo”, poco distante de la ciudad.
A pocos días de estar allí, Dios manifestó la eminente santidad de su fiel siervo con varios milagros. No solamente venían de todas partes hombres para que los curara de las dolencias de su alma y cuerpo, sino que hasta los mismos animales salvajes salían de sus cuevas y venían a manadas a que el santo Obispo les diera su bendición y para ser sanador. Si sucedía que lo encontraban en oración cuando llegaban, esperaban mansamente en la puerta de la gruta sin interrumpirlo, pero no se retiraban hasta lograr que el Santo los bendijera.
Hacía el año 315 por mandado del emperador Licinio, se ordenó exterminar a todos los cristianos. El plan para exterminarlos consistía en juntarlos en un gran patio y echarles unos leones para que los mataran, de tal suerte que mandaron a la selva a un grupo de soldados para capturar a algunos leones.
En cumplimento de su misión, salieron a las selvas cercanas en caza de leones y tigres. Los enviados del gobernador entraron por el monte Argeo y se encontraron con la cueva, en la cual San Blasio estaba retirado. La entrada a la cueva estaba rodeada de muchos animales salvajes viendo al Santo que estaba rezando en medio de ellos con la mayor tranquilidad. Fascinados del suceso tan extraordinario, comunicaron al Gobernador lo que acababan de ver y él, sorprendido de esta noticia, ordenó a los soldados que trajeran a su presencia al santo Obispo. Nuestro Santo, bañado de una dulcísima alegría les dijo: “Vamos, hijos míos, vamos a derramar nuestra sangre por mi Señor Jesucristo. Hace mucho tiempo que suspiro por el martirio, y esta noche el Señor me ha honrado aceptando mi sacrificio”.
Luego que se extendió la noticia que a nuestro Santo lo llevaban a la ciudad de Sebaste, los caminos se llenaron de gente —concurriendo hasta los mismos paganos— que deseaban recibir su bendición y el alivio de sus males. Una pobre mujer, desesperada y afligida, pasó como pudo por medio de la muchedumbre y llena de confianza se arrojó a los pies del Santo, presentándole a un hijo suyo que estaba sufriendo por una espina que le había atravesado la garganta y que lo ahogaba sin remedio humano. Compadecido el piadoso Obispo del triste estado de su hijo y del dolor de la madre, levantó los ojos y las manos al cielo y empezó a rezar fervorosamente: “Señor mío, Padre de las Misericordias y Dios de todo consuelo, dígnate de oír la humilde petición de tu siervo y concédele a este niño la salud para que a través de éste milagro todo el mundo sepa que Tú eres el Señor de los vivos y de los muertos pues Tú eres el Dueño y soberano de todos, misericordiosamente liberal, y te suplico humildemente, que todos los que recurran a mí para conseguir la curación con fe y temor de ti, sean benignamente oídos y favorablemente atendidos.” Apenas terminó el Santo su oración, cuando el muchacho arrojó la espina de su garganta y quedo totalmente sano. (Actualmente ésta es la principal veneración que tiene San Blasio, por la ayuda con todos los males de la garganta, y los milagros que aparecen cada día demuestran la eficacia de su poderosa protección).
Cuando llegaron a la ciudad, San Blasio fue presentado al Gobernador, quien le ordenó que allí mismo, sin ninguna réplica y demora, sacrificase a los dioses inmortales. ¡Oh Dios! — exclamó el Santo — ¿Para qué diste ese nombre a los demonios, que sólo tienen el poder para hacernos mal? No hay más dios que un sólo Dios Inmortal, Todopoderoso y Eterno y ese es el Dios que yo adoro!”
Irritado con esta respuesta, Agricolao al instante ordenó que le pegaran con toda la crueldad posible hasta que muriera, pero San Blasio demostró alegría en su semblante y obtuvo una fuerza sobrenatural que lo sostuvo con vida. Después lo llevaron a la cárcel, en la cual obró tantos milagros que cuando entró enfurecido el Gobernador, ordenó que le despedazasen el cuerpo con uñas de acero, herida tras herida.
Corrían arroyos de sangre por todas partes. Siete devotas mujeres, se preocuparon de recogerla cuidadosamente y por ese acto fueron llevadas ante el gobernador acompañadas de dos pequeños niños. Él las mandó a honrar a los dioses bajo pena de su vida. Ellas pidieron que les entregaran los ídolos, y cuando todos creían que iban a venerarlos, los arrojaron a una laguna. Por esa demostración ganaron la corona del martirio siendo degolladas junto con los dos niños.
San Blasio, seguía vivo, entonces avergonzado el gobernador de verse siempre vencido, mandó que lo ahogaran en la misma laguna donde habían sido arrojados los ídolos. Protegiéndose el Santo Mártir con la señal de la cruz, comenzó a caminar sobre las aguas sin hundirse. Como si fuera por tierra firme, llegó a la mitad de la laguna y se sentó serenamente demostrando a los infieles que sus dioses no tenían ningún poder. Hubo algunos tan necios o corajudos, que quisieron hacer la prueba por su cuenta, pero todos se ahogaron. En ese momento San Blasio escuchó una voz que lo llamaba a salir de la laguna para recibir el martirio. Al salir, el gobernador de inmediato le mandó a cortar la cabeza. Esto sucedió en el año 316.
Sus intecrcesiones sean con nosotros. Amén.
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