Las Controversias  Cristológicas – Metropolita Hilarión Alfeyev

El siglo V fue testigo de intensas  disputas cristológicas provocadas por la herejía de Nestorio. Nestorio se apoyaba en la doctrina de Teodoro de Mopsuestia (c.350-428), que introdujo una separación radical de las naturalezas divina y humana de Jesucristo. Entre otras cosas, Teodoro enseñaba que el Dios- Verbo “asumió” al hombre Jesús; que el no originado Dios-Verbo “habitó” en el hombre Jesús, quien nació de la Virgen, que el Verbo vivió en Cristo como en un templo; que tomó la naturaleza  humana como un vestido; y que el hombre Jesús, mediante su hazaña de redención y muerte en la cruz se unió con el Verbo  y asumió la dignidad divina. En esencia, Teodoro hablaba del Dios – Verbo y de Jesús como dos sujetos distintos, cuya unión en la persona del Hijo de Dios encarnado no es tanto ontológica o esencial como condicional, es decir, existente  en nuestra percepción: al adorar a Cristo unimos las dos naturalezas y confesamos no “dos Hijos” sino un Cristo-Dios y hombre.

Fue en particular esta enseñanza la que sirvió  de base para la enseñanza cristológica de Nestorio, quien fue entronizado como Arzobispo de Constantinopla en 428. Poco después de su consagración episcopal Nestorio comenzó a cuestionar el término Theotokos, que con el tiempo había logrado una amplia aceptación. Según él, María había dado a luz no a Dios, sino sólo a una persona con la cual se unía el Verbo de Dios, que era nacido del Padre antes de todos los siglos. La persona de Jesús, nacida de María, era sólo la morada de Dios y el instrumento de nuestra salvación. Esta persona se convirtió en Cristo, el Ungido mediante la obra del  Espíritu Santo, permaneciendo con él el Verbo de Dios por medio de una forma especial de unión moral o relativa. Nestorio sugería remplazar el término Theotokos con Christotokos. San Cirilo de Alejandría  salió en contra de esta doctrina. En sus  polémicas contra el nestorianismo, insistía en la unidad  hipostática de Dios el Verbo: el no originado Verbo es la misma persona que Jesús, quien nació de la Virgen. Por esto no puede hablarse del Verbo y de Jesús como dos sujetos diferentes.

La cristología  de Cirilo fue confirmada por el Tercer Concilio Ecuménico, que fue convocado en Éfeso en 431. El Concilio fue arena de terribles debates y tuvo lugar sin la participación de un grupo de obispos de Antioquía que habiendo llegado con gran retraso al concilio se negaron a apoyar la condena a Nestorio. En 433 los  obispos antioquenos se reconciliaron con Cirilo de Alejandría y firmaron una formulación dogmática que representa un resumen teológico del Concilio de Éfeso. Esta formulación  se refiere a Jesucristo como “Dios perfecto y hombre perfecto”, quien “es nacido del Padre antes de todos los siglos conforme a su divinidad, y en los últimos días, para nosotros y para nuestra salvación nació de la Virgen María conforme a su humanidad.” En este texto se llama Theotokos a la Virgen María sobre la base de la “unión sin confusión” de las dos naturalezas en Jesucristo. Condenado por el Concilio de Éfeso, Nestorio fue exiliado a Egipto, donde murió. Sin embargo, su enseñanza — o más precisamente, la doctrina cristológica de Teodoro de Mopsuestia – ganó aceptación fuera de los límites del imperio bizantino, en el imperio sasánida de Persia, donde una gran comunidad cristiana se rehusó a reconocer los decretos del Concilio. Esta comunidad, que recibía el nombre de iglesia oriental, fue posteriormente llamada iglesia nestoriana, aunque Nestorio no fue su fundador ni tuvo relación directa con ella. La iglesia oriental sigue existiendo en nuestros días: su  nombre oficial es Iglesia Asiria de Oriente, y cuenta con alrededor de cuatrocientos mil adherentes.

Hacia mediados del siglo V surgió una nueva herejía cristológica llamada Monofisismo. Su iniciador fue el archimandrita de Constantinopla Eutiquio, que enseñaba  que la naturaleza humana de Cristo era  absorbida completamente por su naturaleza divina. En 448 se condenó esta doctrina en un concilio en Constantinopla encabezado por Flaviano, Arzobispo de la misma ciudad. No obstante, Eutiquio gozó del apoyo  del Arzobispo Dióscoro de Alejandría, quien reunió otro concilio, esta vez  en Éfeso en el 449. El concilio de Éfeso de 449, convocado por el emperador Teodosio II (401-450) como Concilio Ecuménico, restauró e Eutiquio al sacerdocio y justificó su doctrina. Dióscoro de Alejandría jugó un papel principal  en este concilio, y sus enemigos, incluyendo a Flaviano de Constantinopla, fueron depuestos. Las actas del concilio fueron aprobadas  por el emperador, lo que parecía indicar una absoluta victoria de Dióscoro. Sin embargo, los legados del papa romano que estuvieron presentes en el concilio se pusieron del lado de Flaviano, y luego de regresar a Roma reportaron al Papa León la justificación que el concilio hizo de Eutiquio. Se convocó un concilio en Roma donde se declararon inválidas las decisiones del concilio de Éfeso. En 451 se reunió en Calcedonia un nuevo concilio que pasaría a la historia como el Cuarto Concilio Ecuménico. Consideraba el concilio de Éfeso de 449 como un “concilio de ladrones” y  de acuerdo con el concilio de Roma revocó todas sus decisiones. Además confirmó la condena de Eutiquio y depuso a Dióscoro. El Concilio de Calcedonia, en el cual participaron seiscientos treinta obispos, adoptó una definición dogmática que declara:

De acuerdo con los Santos Padres, nosotros todos a una sola voz enseñamos la confesión de uno y el mismo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, perfecto en divinidad y perfecto en humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre, con un alma y un cuerpo; consustancial al Padre en cuanto a su divinidad, y consustancial a nosotros en cuanto a su humanidad; como nosotros en todos los aspectos, excepto por el pecado; engendrado del Padre antes de todos los siglos en cuanto a su divinidad, y en los últimos días engendrado para nosotros y para nuestra salvación de María, la Virgen Theotokos en cuanto a su humanidad; uno y el mismo Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, reconocido en dos naturalezas sin confusión, cambio, división o separación (de forma que en ningún punto se pierden las diferencias entre las naturalezas por la unión; en vez de ello, se preservan las propiedades de ambas naturalezas, y están unidas en una persona y en una hipóstasis); no se parte ni se divide en dos personas, sino que es uno y el mismo Hijo, el Unigénito Verbo-Dios, el Señor Jesucristo.[1]

La expresión “sin confusión ni cambio” está dirigida contra el monofisismo de Eutiquio; y “sin división ni separación” contra el nestorianismo. Si bien, algunas iglesias vieron la definición de Calcedonia como un regreso al nestorianismo y se rehusaron a aceptar las decisiones del concilio. Se pudo observar una vigorosa oposición especialmente en la periferia del imperio romano – Egipto, Siria y Armenia—y más allá de las fronteras del imperio, particularmente en Persia. En Egipto y Siria podían encontrarse tanto obispos que reconocían el concilio de Calcedonia como obispos que lo rechazaban. En Alejandría la oposición estaba encabezada por Timoteo Eluro (†477), en Antioquía por Pedro  Gnafeo (†488). La iglesia Armenia  también desconoció el concilio, rechazándolo de forma oficial en el 506. Así surgió la primera gran  división en la historia de la cristiandad que subsiste hasta nuestros días. En  el siglo VI de formaron en Egipto dos jerarquías paralelas, ambas encabezadas por el “Patriarca de Alejandría y toda África”: la que reconocía el Concilio de Calcedonia y la que lo rechazaba. En la zona greco parlante de Siria la cristiandad estaba también dividida en dos ramas, cada una dirigida por su propio “Patriarca de Antioquía y todo Oriente”. En Armenia la iglesia conservó su unidad pero mantuvo su postura anticalcedoniana. En nuestros días, el cristianismo anticalcedoniano está representado por varias iglesias en Armenia, Egipto, Etiopía, Eritrea, Siria, Líbano, India y la diáspora. El número combinado de  sus miembros es aproximadamente de cincuenta millones.

Aunque la principal oposición a Calcedonia se concentraba en la periferia del imperio, en Constantinopla las actitudes con respecto al concilio seguían siendo ambiguas. Mientras los emperadores Marciano (450-457) y León I (457-474) lo apoyaban, Zenón (474-475: 476-491) adoptó una postura más cauta. En 482, en un intento por reconciliar a los monofisitas con los diofisitas, Zenón promulgó el Henotikon—una exposición general de la fe que pasaba por alto Calcedonia. El patriarca Acacio de Constantinopla (†488) apoyó el Henotikon, pero el Papa Félix III le exigió que aceptara el Concilio de Calcedonia de forma inequívoca.  Al no lograrlo, depuso y excomulgó a Acacio en un concilio de Roma en el 484. Así comenzó el primer cisma  entre Constantinopla y Roma que duró treinta y cinco años. Este cisma se continuó durante el reinado de Anastasio (491-518) y se subsanó en el 519; durante el reinado del emperador Justino I (518-527), cuando el Patriarca Juan de  Constantinopla y los legados del Papa Hormisdas condenaron conjuntamente a todos los que rechazaran Calcedonia. En 525 el Papa Juan I visitó Constantinopla, enviado a la capital imperial por el rey Teodorico de los ostrogodos (c. 454- 526), quien gobernaba Roma en ese entonces.

El emperador Justiniano I (527-565) desempeñó un importante papel en la  historia de la iglesia de Oriente. Este eminente gobernante, que expulsó a los ostrogodos de Roma en  536 y restauró la unidad política del imperio romano por última vez en la historia, también tomó medidas para restaurar su unidad religiosa. En 537 construyó en Constantinopla la iglesia de la Hagia Sofía* – la iglesia más majestuosa del Oriente cristiano.

         En la década de los 540’s el emperador promovió que se reconsiderara la actitud de la iglesia con respecto a varios teólogos cuyos escritos seguían siendo causa de debate. En 542 promulgó un edicto que contenía diez anatemas contra Orígenes y sus seguidores. Este edicto fue examinado y aprobado en un concilio local de Constantinopla en 543, en el cual se condenaba a Orígenes y también a Dídimo de Alejandría y a Evagrio de Ponto, escritores del siglo cuarto en cuyas obras el concilio percibía la influencia de Orígenes.

[Foto: Hagia Sofía]

En 544 Justiniano promulgó un nuevo edicto para condenar a Teodoro  de Mopsuestia, los escritos  de Teodoreto de Ciro (c.393-c. 460) contra Cirilo de Alejandría, así como la epístola de Ibas de Edesa a Maris el Persa (siglo V). Este edicto constaba de tres capítulos (correspondientes cada uno a uno de los obispos condenados en él) y llegó a ser conocido como “Los Tres capítulos”. Muchos veían “Los tres capítulos como un golpe al Concilio de Calcedonia, pues trataba de los teólogos que habían sido justificados en ese concilio. Los patriarcas orientales lo firmaron después de haber sido amenazados con la deposición y el exilio. No obstante, el emperador también pensó que era necesario tener la firma del Papa Vigilio (537-555), quien en 547 fue llevado por la fuerza a Constantinopla  con este propósito. A su llegada  a la capital el Papa se negó a firmar el edicto imperial; sin embargo terminó firmándolo bajo presión. En 551 Justiniano emitió un nuevo edicto referente a “Los Tres Capítulos”, que el Papa se negó categóricamente a firmar. Temiendo por su  vida, Vigilio se refugió en la iglesia de San Pedro; se hicieron intentos de arrestarlo allí, pero él resistió desesperadamente. Finalmente fue sometido a arresto domiciliario y se le presionó constantemente.

Con estos antecedentes se convocó al Concilio Ecuménico de Constantinopla en 553. Aunque el Papa Vigilio se rehusó a participar, sí envió a sus legados. El  concilio condenaba a Teodoro de Mopsuestia y repetía el anatema contra Orígenes, Dídimo y Evagrio, y en lo que respecta a Teodoreto de Ciro y a Ibas de Edesa, ellos no fueron condenados; sólo se denunciaron sus obras contra Cirilo de Alejandría y del Tercer Concilio Ecuménico. Los padres del Concilio tacharon el nombre del Papa Vigilio del díptico sobre  la base de que había cambiado su postura con respecto a “Los Tres Capítulos” varias veces antes del Concilio. Después del Concilio se exilió al depuesto Vigilio y a sus seguidores. Finalmente Vigilio retiró su protesta contra “Los Tres Capítulos” y reconoció las decisiones del Concilio. Se le permitió  regresar a Roma, pero murió en el camino. La  Iglesia Romana no reconoció la deposición de Vigilio pero aceptó  el Quinto concilio Ecuménico. El Papa Pelagio I(556-561), sucesor de Vigilio, jugó un papel decisivo en este reconocimiento y durante su papado se regularizaron las relaciones entre Roma y Constantinopla.

El Concilio de Constantinopla de 543 y el Quinto Concilio Ecuménico fueron  los primeros en la historia de la iglesia que condenaban a personas que habían muerto en paz con la iglesia, que no habían sido condenadas durante su vida.  Es esto lo que el Papa Vigilio objetó cuando se negaba a firmar la condenación de Teodoro de Mopsuestia, mientras estaba de acuerdo en denunciar sus escritos si en ellos se detectaba nestorianismo. Al pronunciar su veredicto contra Teodoro y ciertos escritos de Teodoreto e Ibas, Justiniano intentaba restaurar la unidad con las iglesias monofisitas que seguían rechazando  el Concilio de Calcedonia por considerarlo nestoriano. Justiniano no logró su objetivo, ya que los monofisitas se  mantuvieron en sus posiciones.

Justiniano pasó a la historia como un emperador piadoso que  luchó por lograr el ideal de de la “sinfonía” entre la iglesia y el estado. Este ideal se ve reflejado en su sexta  Novella, que habla del sacerdocio y el imperio como dos  de los grandes bienes establecidos por Dios, entre los cuales debe haber unidad y cooperación. El emperador consideró que su misión era la preservación del dogma y la unidad  de la iglesia, mientras que la iglesia tenía la misión de ordenar la vida pública de una manera que complazca a Dios. No obstante, en la práctica su  preocupación por la pureza dogmática  se expresó en sus decisiones sobre cuestiones doctrinales particulares y en sus edictos, mismos que los obispos tuvieron que firmar, en esencia fue una forma muy cruda de  interferir en los asuntos de la Iglesia. Esta interferencia  continuaría también con  los sucesores de Justiniano,  y determinaría en muchos aspectos la historia subsecuente  de la iglesia en el Oriente.

Hacia el  fin de su vida, Justiniano promulgó un Edicto en defensa de la doctrina herética de Juliano de Halicarnaso († después de 558) sobre la incorrupción del cuerpo de Cristo. El principio fundamental de su enseñanza era que el cuerpo del Verbo de Dios no sufría carencias. En la  literatura subsecuente, los seguidores de Juliano fueron llamados “aftartodocetistas”,  (aquellos que creen en la incorrupción), pues eran acusados de creer que la naturaleza humana de Cristo no era completa y que  los sufrimientos del Salvador en la cruz eran ilusorios. El  Patriarca Eutiques de Constantinopla rehusó firmar el herético edicto de Justiniano y fue exiliado. El sucesor de Justiniano,  Justino II (565-578) condenó el edicto al olvido.

Hubo una nueva ola de disputas cristológicas que surgió durante el reinado del emperador Heraclio(610-641), quien pasaría a la  historia como uno de los más brillantes gobernantes bizantinos, habiendo alcanzado numerosas e importantes victorias militares y diplomáticas en una época en la que Bizancio era amenazada por persas, árabes y hunos. En la política religiosa persiguió los mismos objetivos que Justiniano, luchando por conseguir la obediencia de la población monofisita del imperio. La tan negativa actitud de los monofisitas frente a la autoridad imperial empeoró como resultado de las constantes persecuciones a las que fueron sometidos, convirtiéndolos en aliados potenciales de los enemigos del Bizancio y en una amenaza para la seguridad del imperio. La nueva forma de negociación con los monofisitas fue el monotelismo, cuyo precursor ideológico fue el monoenergismo. Sin negar  la presencia de dos naturalezas en Cristo, los monoenergistas enseñaban que Cristo, la  acción divina, había absorbido por completo a la acción humana, mientras que  los monotelitas hablaban de que la voluntad humana de Cristo era absorbida por su voluntad divina. El Patriarca Ciro de Alejandría, el Patriarca Sergio de Constantinopla y  el Papa Honorio contribuyeron al desarrollo de la doctrina  monotelita. A despecho de su avanzada edad, San Sofronio, patriarca de Jerusalén expresó su protesta contra la nueva herejía.[2]

El sucesor  de Heraclio, Constante II (641-668) apoyó activamente a los monotelitas.  Durante su reinado, los principales opositores del monotelismo fueron el Papa Martín en occidente y en el monje de Constantinopla Máximo el Confesor en el oriente. El Papa Martín condenó el monotelismo en el concilio de Letrán en 649. En sus escritos, Máximo elaboró la doctrina de que Cristo tenía dos voluntades -la divina y la humana-así como dos acciones. Pero a diferencia de otros, que sostenían que la presencia de una voluntad requiere una elección entre la buena y la mala, Máximo explica que la voluntad humana de Cristo siempre estuvo dirigida hacia lo bueno y por lo tanto estaba en armonía con la voluntad divina. Las dos voluntades y las dos acciones estaban en Cristo en un estado de “compenetración” (perichoresis). Por su confesión de la doctrina de las dos voluntades, ambos confesores- el Papa Martín y San Máximo- fueron sujetos de la represión del emperador Constante II quien se pasó al bando de los herejes. El Papa Martín fue arrestado y llevado a Constantinopla donde fue juzgado y desterrado en el 655; ese mismo año moriría en el exilio en Jersón. Al mismo tiempo Máximo el confesor fue también condenado y exiliado. En 662, Máximo fue trasladado a la capital donde fue condenado nuevamente y sometido a la flagelación, y luego de cortarle la mano y la lengua fue enviado de nuevo al exilio donde murió poco después.

Empero, el Sexto Concilio Ecuménico, convocado en 680- 681 durante el reinado de Constantino Pogonato(654-6859), condenó el monotelismo y emitió la siguiente declaración doctrinal: “De la misma manera, declaramos de acuerdo con la enseñanza de los santos padres, que en él hay  dos voluntades naturales y dos operaciones naturales indivisibles, incontrovertibles, inseparables e inconfundibles. Estas dos voluntades naturales no se contradicen una a la otra (¡No lo permita Dios!), como lo declaran los impíos herejes. Su voluntad humana  no contradice ni se opone, sino que sigue, o más bien obedece a su voluntad divina y omnipotente.” Cuando el emperador firmó al calce de esta definición, los obispos presentes exclamaron: “¡Muchos años al emperador! ¡Ha  dilucidado las dos naturalezas de Cristo, nuestro Dios! ¡Habéis arrojado a todos los herejes!”[3] La victoria de la ortodoxia  fue sellada una vez más por el emperador.

[1] Citado en Meyendorff, Introducción, 319.

* Nao¢V tiV Agi¢aV to Qeo Sofi¢aV, la iglesia de la Santa Sabiduría de Dios, la Divina Sabiduría es una imagen tomada del libro bíblico de la Sabiduría que hace referencia a la personificación de la Sabiduría de Dios en la segunda persona de la Trinidad. Su fiesta se celebra el 25 de diciembre, aniversario de la Encarnación del Divino Verbo en la persona de Cristo. (N.T.)

[2] Vladimir Lossky, Teología Dogmática (Moscú 1991), 274

[3] M.E. Posnov, Historia de la Iglesia Cristiana (hasta la Separación de las Iglesias – 1055) (Bruselas, 1964),454.

Las Controversias  Trinitarias – Metropolita Hilarión Alfeyev

El periodo que abarca del siglo IV al siglo VIII se caracteriza por la rápida expansión del cristianismo en Oriente y Occidente, su transformación en la principal religión del mundo, el florecimiento de la Teología cristiana, el surgimiento y desarrollo del movimiento monacal y el florecimiento del arte religioso cristiano. Al mismo tiempo, este periodo estuvo marcado por las amargas luchas contra la herejía y por los numerosos cismas de la iglesia.

Este nuevo periodo de la historia de la iglesia comenzó en el 313, cuando el  emperador Constantino promulgó el Edicto de Milán, que otorgaba a los cristianos los mismos derechos que a los miembros de otras religiones. Para Constantino, el reconocimiento del cristianismo era más bien una jugada política: parece ser que veía al cristianismo como una fuerza moral y espiritual capaz de unir al imperio. Gracias a él, en las siguientes dos décadas el cristianismo se convirtió en una religión privilegiada.  Sin embargo, el propio Constantino fue bautizado hasta su lecho de muerte en el 337. Para el final de  su vida, él ostentaba el título de “sumo sacerdote” (Pontifex Maximus), que era la forma tradicional de los tiempos paganos, reconceptualizada por los cristianos para indicar la elección  divina del emperador, así como su papel de defensor y patrocinador de la iglesia en la tierra.

No puede exagerarse la importancia del Edicto de Milán en la historia del cristianismo. Por primera vez después de casi trescientos años de persecución, a los cristianos se les daba el derecho a existir legalmente y a profesar su fe abiertamente. Si antes habían sido marginados de la sociedad, ahora podían participar en la vida pública y ocupar puestos en el gobierno. Ahora la iglesia tenía derecho a adquirir bienes inmuebles, construir iglesias y llevar a cabo actividades educativas y de caridad. La situación de la iglesia había cambiado tan radicalmente que por gratitud decidió conservar la memoria de Constantino para siempre  proclamándolo santo igual a los apóstoles.

Inmediatamente después de la legalización del cristianismo la iglesia  fue sacudida por nuevas divisiones y herejías.  El cisma Donatista tuvo lugar en la iglesia africana luego de que algunos  cristianos  se rehusaron a reconocer la elección de Ceciliano como obispo de Cartago. En  su lugar, los Obispos de Numidia consagraron a Donato, cabeza de un  grupo de cristianos descontentos. La enseñanza de los donatistas se caracterizaba por un rigorismo extremo: por ejemplo, consideraban  que era inadmisible aceptar el arrepentimiento de aquellos que habían renunciado a su fe durante la persecución y decían que la validez de los sacramentos dependía del estado moral del clérigo que los administraba. El donatismo fue condenado en los concilios de las iglesias de Roma (313) y de Arles (314), no obstante, los donatistas apelaron la decisión  ante el emperador Constantino.  En el 316 el emperador los convocó a la corte pero de nuevo se condenó su enseñanza. Cuando se rehusaron a aceptar la decisión de las autoridades eclesiásticas y seculares Constantino ordenó la confiscación de sus iglesias y sus propiedades, enviando a sus líderes al exilio. Fue el primer caso de  abierta intromisión del emperador en  una disputa de la iglesia. A pesar de las medidas represivas, que se aplicaron periódicamente a lo largo del siglo cuarto y las primeras décadas del siglo V, el donatismo siguió existiendo hasta el siglo VII.

A principios del siglo cuarto surgió en Alejandría la herejía arriana. Arrio (256-336) era un presbítero que enseñaba que sólo Dios Padre es eterno y sin origen y que el Hijo nació en el tiempo y no es coeterno con el Padre. Enfatizó que “hubo un  momento en el que el Hijo no existía”, intentando probar  que el Hijo es una de las creaciones de Dios, completamente diferente  del Padre, y no igual a Él en esencia. La enseñanza de Arrio fue condenado en un concilio de la iglesia de Alejandría en el año 320; sin embargo, su herejía comenzó a esparcirse más allá de Alejandría y pronto alcanzó Constantinopla.

En 325 el emperador Constantino convocó el Primer Concilio Ecuménico en Nicea, en el cual tomaron parte trescientos dieciocho obispos. La importancia de este concilio consiste no sólo en el hecho de ser la primera reunión representativa de obispos después de la era de las persecuciones, sino, antes que nada, en el hecho de que  en él se formuló la confesión de fe en la Santísima Trinidad en unos términos que se han preservado en la iglesia desde entonces. El símbolo de fe  del Concilio de Nicea, que comienza con las palabras “Creo en un solo Dios” y contiene una exposición de la triadología* ortodoxa,  se convirtió en la expresión de fe clásica de la iglesia.

El arrianismo no desapareció después del Concilio de Nicea. Por el contrario, los siguientes cincuenta años fueron testigos de su continua propagación y de la persecución que sufrieron sus opositores, en particular su principal adversario San Atanasio, obispo de Alejandría (c. 296-373). Este confesor de la “consustancialidad” fue depuesto cuatro veces y fue forzado a vivir en el exilio, donde escribió sus obras contra la herejía arriana. Los arrianos estaban apoyados por las autoridades civiles gracias al emperador Constantino, quien se había pasado a su campo en los últimos años de su vida, por su sucesor Constancio y por Valente, quien gobernó sobre la mitad oriental del Imperio.

En el tercer cuarto del siglo cuarto el arrianismo experimentó un resurgimiento teniendo como su principal exponente a Eunomio, obispo de Cícico (†398), que habló sobre la calidad de “no engendrado” como la característica primordial del Padre y sobre la “otredad” del Hijo, quien no es  “no engendrado” y por lo tanto no es parte de la divinidad. Según Eunomio, el Hijo no surge de la esencia del Padre, sino que fue creado por Él: el Hijo es la “obra y creación” del Padre, fue creado ex nihilo, es decir, de la nada. Los tres “grandes capadocios”- Basilio Magno, Gregorio el Teólogo y Gregorio de Nisa- escribieron refutaciones de esta herejía. Siguiendo a Atanasio de Alejandría  y a los padres nicenos, insistieron en la consustancialidad e igualdad del Padre, el hijo y el Espíritu Santo.  Uno de los logros de los grandes capadocios fue la elaboración de una terminología para formular con claridad las nociones de unidad y de diferencia en la Trinidad; la elección del término “hipóstasis” para  designar la existencia de las personas de la Trinidad y de “esencia” para denotar la comunidad  ontológica. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres hipóstasis, iguales y consustanciales una con las otras, es decir,  de la misma esencia divina.  En el Segundo Concilio Ecuménico tuvo lugar la  segunda y definitiva condena del arrianismo. Sin embargo, antes de examinar este suceso debemos mencionar otra herejía, a saber, la de Apolinario de Laodicea, que fue condenada en el concilio de Alejandría en el 362. Apolinario seguía al Concilio de Nicea en lo referente a la divinidad del Hijo. No obstante creía que la naturaleza  humana del Hijo no podía ser perfecta, ya que dos  naturalezas perfectas, una inmutable (la divina) y otra mutable (la humana) no podían estar unidas en una persona. Sobre la base de la división clásica de la naturaleza humana en mente, alma y cuerpo, Apolinario declaró que Cristo no tenía una mente humana; en su lugar estaba el Logos divino. La doctrina de Apolinario presagiaba las disputas cristológicas del siglo V.

También debemos mencionar los intentos de revivir el paganismo por parte del emperador Juliano el Apóstata (331/332- 363). Criado en la fe cristiana, bautizado en su juventud e incluso ordenado como lector, Juliano  simpatizaba en secreto con el paganismo.  Luego de ascender al trono en 361, sacó a la luz sus simpatías escondidas  y se propuso restaurar  el paganismo como la religión dominante. Desencadenar abiertamente una persecución masiva de la iglesia  similar a las de la era anterior a Constantino no era parte de su plan ya que la iglesia se había vuelto demasiado fuerte, numerosa e influyente para una lucha abierta. En vez de eso, Juliano eligió una táctica más subrepticia. En el verano de 362  promulgó un edicto sobre los maestros con el propósito de prohibir que los cristianos enseñaran en las universidades  y las escuelas. El edicto llevaba la intención de propinar un golpe a la intelectualidad cristiana, que seguía siendo poco numerosa. Es difícil decir con  certeza cómo se habrían desarrollado las políticas de Juliano a partir de entonces, ya que su corto reinado llegó a su fin cuando pereció durante una campaña militar contra los persas.

El régimen de juliano representó la última resistencia pagana en la historia  del imperio romano. Durante el reinado de Valente, quien fue protector del arrianismo, el paganismo se disipó nuevamente y el emperador Teodosio el Grande le dio un golpe decisivo al declararlo ilegal en el 380 y hacer obligatorio el cristianismo para sus súbditos. En 381 Teodosio convocó al Segundo Concilio Ecuménico en Constantinopla, que condenaría  el arrianismo una vez más, junto con varias otras herejías, incluyendo el montanismo, el apolinarianismo y el sabelianismo.

También se condenó a los pneumatomachoi* o macedonianos (de  Macedonio, obispo de Constantinopla), que enseñaban que el Espíritu Santo no es igual al Padre y al Hijo ni tampoco es Dios. Durante el periodo previo al Concilio, la doctrina sobre el Espíritu Santo era la manzana de la discordia no sólo entre los arrianos y los defensores de la fe nicena, sino también entre estos últimos. Basilio Magno tuvo el cuidado de evitar llamar Dios al Espíritu Santo, lo que le ocasionó el reproche de Gregorio el Teólogo.  Gregorio defendió celosamente la divinidad del Espíritu Santo en el Segundo Concilio Ecuménico y continuó haciéndolo a partir de entonces. Los padres del Concilio extendieron sustancialmente el Credo Niceno al remplazar el lacónico “y en el Espíritu Santo” con “Y en el Espíritu santo, Señor y vivificador, que procede del Padre; que  con el Padre y el Hijo es juntamente adorado y glorificado; que habló por los profetas.” Sin embargo, en estas palabras no está explícita la declaración de que el Espíritu Santo es Dios. Luego de rechazar  la herejía de los macedonianos y reconocer que el Espíritu es igual al Padre y al Hijo, los padres del concilio decidieron  no incluir una afirmación  sobre la divinidad del Espíritu Santo en el Credo. Esta idea sería aceptada de forma general en la triadología ortodoxa hasta después del Segundo Concilio Ecuménico.

La Literatura Cristiana Antigua – Metropolita Hilarión Alfeyev

(Texto extraido del Libro Cristianismo Ortodoxo del Metropolita Hilarión Alfeyev)

La predicación de Pablo y los otros apóstoles marcó el comienzo de un proceso complejo y doloroso de comprensión de la religión revelada por Dios como un camino de salvación no limitado a la tradición étnica judía. Por mucho tiempo, la buena nueva del Dios encarnado, crucificado y resucitado siguió siendo “necia” para el mundo helenista, que aún tenía que madurar para su propio Pentecostés y para hallar su propio abordaje al misterio de la encarnación. Nacida dentro de una herencia cultural diferente, la percepción helenista requería de los apóstoles y sus sucesores otro planteamiento pedagógico: el de los padres apostólicos y los doctores de la iglesia de los primeros tres siglos. Su experiencia nos muestra lo difícil que resultaba expresarle al mundo clásico las verdades de la revelación y la experiencia de la vida en Cristo.
Los tres primeros siglos fueron testigos de la aparición de la literatura y la teología cristianas. Este periodo también presenció el surgimiento de las primeras herejías que desafiaron a la iglesia.
Las obras más antiguas y autorizadas de la literatura cristiana formaron el Nuevo Testamento. Todas fueron escritas en griego durante el primer siglo. El canon actualmente aceptado del Nuevo Testamento incluye los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan; los Hechos de los Apóstoles, la epístola de Santiago, dos epístolas de Pedro, tres epístolas de Juan, la epístola de Judas, catorce epístolas de Pablo y el Apocalipsis. El canon del Nuevo Testamento en su forma actual se estableció sólo hasta finales del siglo cuarto. El canon 47 del concilio de Cartago (397) enlista los siguientes libros: “Los evangelios, cuatro libros; los Hechos de los Apóstoles, un libro; las epístolas de Pablo, trece; su epístola a los Hebreos, una; Pedro, dos epístolas; Juan el apóstol, tres; Santiago, una; Judas, una; el Apocalipsis de Juan.”
Junto con los textos canónicos, la iglesia primitiva conoció también muchos escritos llamados apócrifos (del griego apokryo, esconder). Entre ellos se encuentran los evangelios de Tomás, Felipe, Pedro, Nicodemo y el protoevangelio de Santiago. Entre los escritos apócrifos que gozaron de amplia aceptación durante los primeros siglos del cristianismo había obras muy diferentes, tanto en proveniencia como en contenido. El destino que tendrían dentro de la iglesia varió: algunos evangelios apócrifos, particularmente los de origen herético fueron condenados por la iglesia y retirados del uso. Y a pesar de que no formaban parte del canon del Nuevo Testamento, aquellos apócrifos cuyo contenido no contradecía las enseñanzas de la iglesia se preservaron en la tradición de forma indirecta: muchas de las ideas expresadas en ellos llegaron hasta los textos litúrgicos y la literatura hagiográfica. Entre los apócrifos que influyeron en el desarrollo de la liturgia cristiana están el protoevangelio de Santiago, que habla del nacimiento, la infancia y la juventud de la Santísima Virgen María, y el evangelio de Nicodemo, que relata el descenso de Cristo a los infiernos. Las ideas de estas dos obras son completamente propias del cristianismo, sus contenidos son bíblicos y llenan ciertos vacíos que hay en el Nuevo Testamento.
La siguiente etapa del desarrollo de la literatura cristiana antigua está representada por las obras de los padres apostólicos, que vivieron durante el siglo segundo. Algunos de ellos, como Papías de Hierápolis, conocieron personalmente a algún apóstol de Cristo, mientras que otros, como Ignacio de Antioquía, fueron sucesores de obispos consagrados por los apóstoles. Las epístolas de Ignacio, ya antes mencionadas, tienen una importancia no sólo espiritual y moral, sino teológica: contienen una doctrina bien desarrollada sobre la unidad de la iglesia y los tres niveles de la jerarquía eclesiástica, consistente en el obispo, los presbíteros y los diáconos. Entre las obras de los padres apostólicos también se incluyen dos epístolas de San Clemente de Roma (aunque se discute la autenticidad de la segunda), la epístola de San Policarpo de Esmirna, el Pastor de Hermas, la epístola de Bernabé y la Enseñanza de los Doce Apóstoles (Didaché).
San Ireneo de Lyon (†c.200) fue un importante escritor cristiano del siglo segundo que dedicó gran esfuerzo a combatir las herejías gnósticas. El gnosticismo es un grupo de movimientos religiosos que se desarrollaron en paralelo con el cristianismo, pero que se apartaban profundamente de él en el aspecto doctrinal. Los sistemas gnósticos de Valentino, Basílides y Marción diferían considerablemente unos de otros; sin embargo tenían en común que combinaban elementos del cristianismo con elementos de religiones orientales, ocultismo, magia y astrología. La mayoría de los sistemas gnósticos se caracterizaban por la noción de que existen dos fuerzas iguales y contrarias en el universo: la fuerza del bien y la fuerza del mal. Valentino contraponía al dios bueno que aparecía en Cristo y regía el mundo espiritual, con el dios malo del Antiguo Testamento, cuya autoridad regía el mundo material. Los sistemas gnósticos veían al hombre, no como dotado de libre albedrío, sino más bien como un juguete en manos de las fuerzas del bien y del mal.
En ningún sistema gnóstico se otorga a Cristo un papel central; sólo se integran ciertos elementos de su enseñanza espiritual y moral en esa fantasmagórica filosofía. No satisfechos con los evangelios usados por la iglesia, los gnósticos crearon sus propias versiones alternativas. Una de ellas es la del evangelio de Judas, que menciona Ireneo de Lyon y que se preservó en una traducción copta. Por mucho tiempo, este evangelio gnóstico se consideró perdido, pero el texto fue encontrado y se publicó en 2006. En esta obra se retrata a Judas como un discípulo de Jesús muy íntimo a quien el Señor revela “los misterios del reino”. Judas traiciona a Jesús, por así decirlo, por órdenes de éste.
San Ireneo diferencia la enseñanza teológica del Nuevo Testamento y la santa tradición, de la “falsa gnosis.” Presenta la fidelidad a la iglesia como criterio fundamental de la verdad doctrinal:
… no es necesario buscar entre otros la verdad que puede obtenerse fácilmente en la iglesia. Porque los apóstoles, como un rico que deposita su dinero en el banco, pusieron en manos de la iglesia todas las cosas concernientes a la verdad, para que cada persona que lo desee pueda tomar de ella el agua de la vida. Porque la iglesia es la entrada a la vida; los otros son todos salteadores y ladrones. Por esta razón estamos obligados a evitar buscar entre otros la verdad, a procurar las cosas propias de la iglesia con la máxima diligencia y aferrarnos a la tradición de la verdad. Porque, ¿cómo están las cosas? Supongamos que surge una disputa sobre algún asunto importante. ¿No deberíamos recurrir a las iglesias más antiguas, con las cuales los apóstoles mantuvieron contacto frecuente, para averiguar lo que esté claro y lo que haya de cierto con respecto al asunto en cuestión? ¿Y si los apóstoles no nos dejaron nada escrito? ¿En ese caso no sería necesario seguir la tradición legada por ellos a quienes ellos mismos confiaron las iglesias?
La época de las persecuciones dio origen a un nuevo género de literatura cristiana: la apologética. Entre los autores de las obras apologéticas del siglo segundo estaban Atenagoras de Atenas, San Teófilo de Antioquía, Minucio Félix, San Justino el Filósofo y Taciano el asirio. Tertuliano dedica una parte importante de su Apología a defender a loa cristianos de la acusación de no respetar al emperador. Dirigiéndose a las autoridades romanas, Tertuliano enfatiza la lealtad de los cristianos a su gobernante terrenal: “El emperador es más nuestro que vuestro, porque nuestro Dios lo ha nombrado. Por tanto, poseyendo él esa cualidad, yo hago más que vosotros por su bienestar, no solo porque se lo pido a Aquél que puede dárselo, o porque lo pida como alguien que merece recibirlo, sino también porque al colocar la majestad del César debajo de la de Dios, lo encomiendo a Dios, el único frente a quien lo veo inferior.”
En estos pasajes Tertuliano se guía por una tradición que se remonta hasta los apóstoles Pedro y Pablo que amonestaron a los cristianos a ser obedientes a todas las autoridades humanas, (Rom 13:1; Tito 3:1), honrar al rey terrenal, (1Pe 2:13-17), y orar por él, (1Tim 2:1-3).
Una importante obra de la literatura apologética del siglo tercero es la anónima Carta a Diogneto, que describe el estilo de vida de los cristianos durante la época de las persecuciones:
Pues los cristianos no se distinguen de los demás por su país, ni por su lengua ni por las costumbres que observan. No viven en sus propias ciudades, ni emplean ninguna forma peculiar de hablar, ni llevan una vida en cualquier forma diferente a la de los otros…
Pero al habitar en ciudades griegas o bárbaras, como lo haya determinado la condición de cada uno de ellos, y siguiendo las costumbres de los nativos en lo referente a vestimenta, alimentación y todo lo demás, nos muestran su maravilloso y en verdad sorprendente modo de vivir. Moran en su propia patria, pero sólo como si estuvieran de paso. Como ciudadanos participan de todos los aspectos de la vida, y sin embargo sobrellevan todo como si fueran extranjeros. Toda tierra extranjera es para ellos como su propia patria, y toda tierra natal como tierra de extranjeros. Se casan, como todos los demás; engendran hijos, pero no destruyen a su descendencia. Tienen una mesa común, pero no un lecho común. Son de carne, pero no viven según la carne. Viven en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen las leyes prescritas, y al mismo tiempo sobrepasan las leyes con su vida. Aman a todos, pero son perseguidos por todos. Son desconocidos, pero condenados; se les ejecuta, y son vueltos a la vida. Son pobres, pero hacen ricos a muchos; experimentan la falta de todas las cosas y no obstante tienen abundancia de todo. Se les deshonra, y en su mismo deshonor son glorificados. Se les calumnia y sin embargo son justificados; son denigrados y bendicen. Son insultados y retribuyen el insulto con honra. Hacen el bien y son castigados como malhechores. Cuando son castigados se regocijan como si despertaran a la vida. Son atacados por los judíos como extranjeros, y perseguidos por los griegos; con todo, aquellos que los odian son incapaces de dar alguna razón para su odio.
En una palabra: el alma es para el cuerpo lo que son los cristianos para el mundo… el alma está aprisionada en el cuerpo, y con todo, mantiene al cuerpo; los cristianos están confinados en el mundo como en una prisión, y con todo, mantienen al mundo.
Los escritores cristianos de los siglos segundo y tercero hicieron un considerable esfuerzo por comparar el cristianismo con la tradición helenística. Las obras de Justino el Filósofo y Clemente de Alejandría (150-c.215) están dedicadas particularmente a este tema. Clemente concedía gran importancia al estudio de la filosofía griega y creía que la fe cristiana no debería estar opuesta a la filosofía. Escribió que “la filosofía no aleja a la gente de la fe”; al contrario, “estamos protegidos por ella como por una sólida fortaleza, y tenemos en ella un aliado con el cual también reforzamos nuestra fe” Según Clemente, “aunque sólo hay un camino a la verdad, fluyen a él diferentes arroyos, formando un río que corre hacia la eternidad.” Uno de estos arroyos es la antigua filosofía griega, que “es una enseñanza preparatoria que aclara y nivela el camino hacia Cristo” Los griegos recibieron la filosofía como regalo divino, como “Imagen encarnada [icono] de la verdad.” Para los griegos la filosofía fue el mismo pedagogo que les encaminó hacia Cristo (Gal 3:23-24) que el Antiguo Testamento fue para los judíos. 4 Clemente utiliza la “filosofía” en un sentido amplio: para él no significa la enseñanza de Platón, Epicuro o Aristóteles, sino “lo mejor que enseña cada una de las escuelas respecto a la justicia y el conocimiento piadoso.” El escritor eclesiástico oriental más importante del siglo tercero fue Orígenes (c.185-c. 254).Por muchos años encabezó la escuela catequética de Alejandría y después la de Cesárea, ganando el renombre de ser un brillante maestro. Uno de los discípulos de Orígenes fue San Gregorio el Milagroso, quien compuso una Oración y Panegírico dirigido a Orígenes.
Según Gregorio, su maestro estudió con mucho esmero la filosofía y la literatura de la antigüedad, y sus discípulos estudiaron los sistemas de los filósofos griegos. Al mismo tiempo, esta incursión en la filosofía griega era vista sólo como preparación para el curso de estudios básicos, que consistía en la lectura y la interpretación de la Escritura. El Panegírico de Gregorio también contiene hechos interesantes sobre el método pedagógico de Orígenes. Su principal preocupación era inculcar en sus discípulos un gusto por la reflexión independiente sobre el material que estudiaban. Orígenes entendía perfectamente que su tarea no consistía en impartir cierta cantidad de conocimientos, sino enseñar a sus pupilos a responder de forma independiente a las preguntas que podían surgir durante el proceso del estudio. Al igual que otro gran pedagogo-Sócrates- Orígenes no dio respuestas hechas a sus discípulos, prefiriendo convencer a cada uno con argumentos propios. Gregorio da testimonio de la profunda influencia que la persona de Orígenes ejerció en él:
También me hirió con el aguijón de la amistad, que es difícil de resistir, agudo y efectivo; por el aguijón de una disposición amable y afectuosa hacia mi, que se reflejaba en el tono mismo de su voz cuando se dirigía a mí y conversaba conmigo…como una chispa que cayó en mi alma el amor se encendió y ardió – mi amor tanto por el Santo Verbo, (que es el más digno de nuestro amor, y que en su inefable belleza es más adorable que cualquier otra cosa), como por este hombre, su amigo y heraldo.
Algunos estudiosos contemporáneos llaman a Orígenes el fundador de la teología cristiana. Orígenes escribió gran cantidad de obras exegéticas, teológicas, apologéticas y ascéticas. Entre sus escritos exegéticos se incluyen comentarios sobre casi todos los libros del Antiguo y el Nuevo Testamento. Su Contra Celso es una extensa apología del cristianismo escrita en defensa contra las acusaciones de los paganos, y su tratado Sobre los Primeros Principios, una de sus obras más tempranas, representa el primer intento de hacer una exposición sistemática de los dogmas cristianos. Por último, su obra Sobre la Oración es una de las obras más antiguas de la literatura ascética y contiene valiosa información sobre la práctica y la oración de la iglesia del siglo tercero.
En Sobre los Primeros Principios (conservado completo sólo en una traducción al latín editada), Orígenes presenta el dogma cristiano como preservado desde los tiempos de los apóstoles, añadiendo su propio comentario sobre la tradición apostólica. Según él, hay un Dios que creó todas las cosas trayéndolas de la nada a la existencia. Este Dios, en concordancia con los vaticinios de los profetas, envió al Señor Jesucristo para llamar hacia sí primero a Israel y luego a los paganos. Este Dios, el Justo y Buen Padre de Nuestro Señor Jesucristo, dio la Ley, los profetas y el Evangelio. Es también el Dios de los apóstoles y del Antiguo y el Nuevo testamento. Jesucristo, según la tradición de la iglesia, nace del Padre antes de toda la Creación. Sirvió al Padre durante la creación del mundo, y “en los últimos tiempos”, humillándose a sí mismo, se encarnó y se hizo hombre sin dejar de ser lo que había sido antes, es decir, Dios. Tomó un cuerpo como el nuestro, con la única diferencia de que nació de la Virgen y el Espíritu Santo. Jesucristo nació y sufrió de verdad, y padeció una muerte no ilusoria, sino real. Verdaderamente resucitó de entre los muertos, pasó tiempo con sus discípulos después de su Resurrección y luego ascendió a los cielos. El Espíritu Santo es igual en honor que el Padre y el Hijo. En conexión con esto, Orígenes escribe: “No está claro si el Espíritu Santo nació o no, ni si debe considerarse hijo.” Con esta declaración da testimonio de la poca elaboración que tenía el dogma pneumatológico en su época.
Según Orígenes, la tradición de la iglesia enseña que la recompensa póstuma consiste ya sea en la herencia de la vida eterna y el gozo eterno, o en el fuego eterno y el sufrimiento eterno. También afirma la resurrección universal de los muertos, cuando el cuerpo humano se levante glorioso. El alma racional tiene libre albedrío y debe luchar hasta el final contra el demonio y sus ángeles. El hecho de que la gente tenga libre albedrío significa que no está forzada a hacer el bien o el mal.
En cuanto a los ángeles buenos, Orígenes escribe que “sirven a Dios para la salvación del pueblo. Sin embargo, no hay respuestas claras para las preguntas de cuándo fueron creados, a quién se parecen, o cómo es que existen.” Sobre el demonio y sus ángeles, “Muchos opinan que este demonio era antes un ángel, y que luego de apostatar convenció a muchos otros ángeles para alejarse de Dios con él.” Más aún, la tradición de la iglesia establece que el mundo comenzó a existir cuando fue creado en un punto particular en el tiempo; no obstante, “lo que fue antes de este mundo o lo que vaya a ser después permanece desconocido para muchos, porque la doctrina de la iglesia no habla de esto con claridad.”
Finalmente, Orígenes hace notar que la escritura no sólo tiene un sentido literal, “sino también otro sentido que está escondido de la mayoría de la gente, ya que lo que se describe aquí sirve como prefiguración de ciertos sacramentos y como imagen de cosas divinas.” El significado espiritual de la escritura “se conoce no por todos, sino por aquellos a quienes les ha sido dada la gracia del Espíritu Santo en la sabiduría y el conocimiento de la palabra.” Esta última declaración apunta al método alegórico de interpretación de la escritura. Este método, difundido en la tradición alejandrina, se basa en la existencia de dos niveles en la escritura, el literal y el espiritual, y en la necesidad de percibir en cada palabra un significado alegórico, simbólico. Utilizando este enfoque, que hoy puede parecer inútil e insignificante para mucha gente, pero que concordaba con la tradición cultural de los griegos de su tiempo, Orígenes interpretó muchos libros de la escritura.
Las formulaciones teológicas en las obras de Orígenes son, como regla general, bastante cautas: si la tradición de la iglesia no ofrece una respuesta ambigua sobre un tema dogmático en particular, él la deja sin responder, mencionando su insuficiente elaboración, o propone su propia interpretación, enfatizando que se trata de su opinión personal. Al mismo tiempo, en Sobre los Primeros Principios, expresa ideas que fueron rechazadas y condenadas por la subsecuente tradición de la iglesia. Por ejemplo, en este tratado, Orígenes sostiene que las almas de las criaturas racionales inicialmente existían en la contemplación de Dios; sin embargo, como resultado de la caída del hombre se enfriaron (Orígenes deriva la palabra psiche “alma”, del verbo psichroo “enfriar algo.”) y fueron enviadas a cuerpos humanos. A través de la purificación espiritual y moral, y gracias a la encarnación del Hijo de Dios, las almas pueden restaurarse a su estado previo. Esta restauración (apocatástasis) abarcará a todos los seres racionales, incluyendo a la gente, al diablo y a los demonios. Al mismo tiempo, no será definitiva, ya que la libertad de las creaturas racionales entraña la posibilidad de una nueva caída y un regreso al cuerpo, y por lo tanto, la necesidad de otra encarnación. La idea de un ciclo infinito de reencarnaciones que implica su teoría contradice la enseñanza cristiana de a unidad del alma y el cuerpo y de la unicidad de la obra redentora de Cristo que sólo puede tener lugar una vez.
La personalidad de Orígenes y sus escritos ejercieron una enorme influencia sobre los escritores cristianos más tardíos y en muchos aspectos determinaron el desarrollo ulterior del pensamiento cristiano. Su método alegórico de interpretación del Antiguo Testamento fue ampliamente utilizado en la tradición cristiana. Entre los admiradores de Orígenes del siglo cuarto estaban los santos Basilio Magno y Gregorio el Teólogo, que compilaron una antología de las obras de Orígenes intitulada La Filocalia, así como San Gregorio de Nisa, quien adoptó su método teológico y muchas de sus opiniones dogmáticas.
Al mismo tiempo, comenzaron diversos debates sobre ciertos aspectos de las enseñanzas de Orígenes, aún durante su vida y continuaron después de su muerte. A finales del siglo III, San Metodio de Olimpo combatió la enseñanza de Orígenes sobre la preexistencia de las almas y la naturaleza de los cuerpos resucitados. En el Siglo cuarto, San Epifanio de Chipre abrió una polémica contra Orígenes en Oriente mientras que San Jerónimo hizo lo propio en occidente. En el año 400, un congreso de Alejandría condenaba el origenismo. No obstante, Los escritos de Orígenes continuaron ejerciendo su influencia entre los círculos monásticos de Egipto y Palestina, donde los debates sobre los diversos aspectos de su enseñanza continuaron hasta mediados del siglo VI. Finalmente, la iglesia condenó el origenismo de forma oficial en el concilio de Constantinopla de 543 y en el quinto Concilio Ecuménico de 553. Las siguientes enseñanzas provenientes de las obras de Orígenes o de sus seguidores fueron señaladas para su condenación: La Noción de que las almas humanas preexistían en el mundo de las ideas, pero después cayeron de la contemplación divina y fueron enviadas a los cuerpos para ser castigadas; la creencia de que el alma de Jesucristo preexistía y estaba unida con el Verbo de Dios antes de su encarnación de una virgen, mientras que su cuerpo se formó apenas en el vientre de la virgen y sólo después de eso se unió con el Verbo de Dios; la enseñanza de que Dios el Verbo se asemejó a toda la jerarquía celestial convirtiéndose en un querubín para los querubines y en un serafín para los serafines; la idea de que los cuerpos de los difuntos resucitarán en forma esférica; la opinión de que el cielo, el sol, la luna, las estrellas, los espacios superiores más arriba de las aguas están animados; la creencia de que Cristo será crucificado en el futuro para los demonios y los hombres; la idea de que el poder de Dios es limitado en el espacio y que creó sólo cuantas cosas pudo abarcar; y la enseñanza de que el castigo para los demonios y los impíos es sólo temporal y terminará después de cierto tiempo, esto es, que habrá una restauración (apocatástasis) de los demonios y los malvados. Después del Quinto Concilio Ecuménico se perdió una parte sustanciosa de la obra de Orígenes y algunos de sus escritos sólo han sobrevivido en traducciones al latín. Además de defender la fe contre los enemigos externos, los escritores cristianos de los siglos segundo y tercero se vieron forzados a reaccionar ante las herejías dentro de la iglesia misma. Las herejías más importantes de este periodo, además del gnosticismo que ya hemos mencionado, fueron el montanismo, el sabelianismo y el maniqueísmo.
El montanismo surgió a mediados del siglo II luego de que el sacerdote pagano Montano se convirtiera al cristianismo. Sin embargo, no se unió a la iglesia, prefiriendo fundar su propia secta, cuyos seguidores le reconocían como “el paráclito” (el Espíritu Santo). Dogmáticamente, el montanismo no parecía diferir del cristianismo. No obstante, el deseo del fundador de hacer pasar su secta como una nueva revelación igual en importancia que el Nuevo Testamento, de colocar sus obras y las de sus seguidores en un plano de igualdad con las Sagradas Escrituras, así como el extremado rigorismo moral de la secta y sus expectativas escatológicas (los montanistas creían que la segunda venida de Cristo llegaría pronto y ocurriría en la villa frigia de Pepuza, a la cual llamaban “la nueva Jerusalén”), todo provocaba serias protestas por parte de la iglesia. Sus enseñanzas fueron condenadas por el primer concilio ecuménico.
Los sabelianos, que tomaron su nombre del sacerdote romano Sabelio, enseñaban que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran tres designaciones para una misma persona divina a quien Sabelio llamaba el “Hijo-Padre.” En el Antiguo Testamento, esta persona se revelaba como el Padre, en el Nuevo Testamento como el Hijo y en la iglesia, después de la ascensión de Cristo, como el Espíritu. Aunque Sabelio fue excomulgado por el papa Calixto, su enseñanza continuó encontrando adeptos hasta la segunda mitad del siglo IV.
El maniqueísmo surgió a mediados del siglo III en Seleucia Ctesifon, capital del imperio persa sasánida. Su fundador fue Maní(†c.270), quien decía ser el enviado de Dios. La enseñanza de Maní se basaba en la noción dualista de la eterna lucha entre Dios y el demonio tan característica del gnosticismo. Maní atribuía la creación del mundo material, incluyendo las plantas y los animales al demonio. Sin embargo, la humanidad está llamada a liberarse de las ataduras de la materia y regresar al reino de la luz. Los heraldos de la luz y la revelación divina eran Buda, Zoroastro y Jesucristo. Y Maní era el Paráclito que jesús prometió enviar para preparar la victoria final de la luz. Los maniqueos preconizaban un ascetismo extremo cuyo propósito era liberarse de las cadenas de la materia. Prescribían la abstención de la carne y el alcohol y despreciaban el matrimonio y la procreación. Crearon una jerarquía similar a la de la iglesia, con su propio culto esotérico, en el cual sólo a los iniciados se les permitía participar.
El maniqueísmo probó ser el más longevo de los movimientos heréticos que surgieron durante la época de las persecuciones. Después de la muerte de Maní, su enseñanza de extendió más allá de las fronteras de Persia y dentro de las provincias africanas del imperio romano. Para el siglo IV el maniqueísmo captaría la atención de Agustín, quien subsecuentemente se convertiría en obispo cristiano y doctor de la iglesia. El maniqueísmo siguió existiendo bajo diferentes formas en Bizancio y Occidente hasta los siglos XI y XII, cuando evolucionó en nuevos grupos heréticos. Los grupos de maniqueos permanecieron en Oriente fuera del imperio bizantino hasta el siglo XIII.

La Época del Martirio, Metropolita Hilarión Alfeyev

(Texto extraido del Libro Cristianismo Ortodoxo del Metropolita Hilarión Alfeyev)

Durante los primeros tres siglos de su existencia, la iglesia se vio sumida en un estado de conflicto con el mundo circundante. El desafío que el cristianismo presentaba a la tradición judía fue el motivo de la enconada oposición entre el cristianismo y el judaísmo. Esta oposición comenzó ya desde la vida terrena de Cristo: sus principales opositores eran los líderes espirituales del pueblo judío: los sumos sacerdotes, los fariseos y saduceos, que no podían perdonarle su aparente desdén por las tradiciones judías. Obtuvieron de Poncio Pilato su sentencia de muerte, y comenzaron la persecución sistemática de sus discípulos después de su resurrección.

Los Hechos de los Apóstoles mencionan “una gran persecución contra la Iglesia de Jerusalén” que dispersó a los cristianos por Judea y Samaria (Hch 8:1). Esteban, uno de los siete hombres seleccionados por la comunidad de los apóstoles para “servir las mesas” (Hch 6:2), fue una de las víctimas de esta persecución. Luego de su arresto, compareció ante los sumos sacerdotes y expuso toda la historia del pueblo de Israel en un largo discurso acusatorio. Concluyó su acusación con las siguientes palabras: “¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado; vosotros que recibisteis la Ley por mediación de ángeles y no la habéis guardado” (Hch 7:51-53). En respuesta a este discurso, (que se convertiría en la primera obra escrita de la polémica antijudía), los judíos llevaron a Esteban fuera de la ciudad y lo apedrearon hasta matarlo.

Santiago, hijo de Zebedeo y hermano de Juan fue otro mártir que sufrió a manos de los judíos, muriendo por la espada por órdenes de Herodes (Hch 12:1-2). También asesinado por los judíos moriría Santiago, el hermano del Señor, que fue el primer obispo de Jerusalén según la tradición de la iglesia. Fue arrojado desde el techo del templo de Jerusalén.[1] Las persecuciones judías contra los cristianos terminarían con la toma  y devastación de Jerusalén en el año 70 D.c. por el ejército romano comandado por el general Tito, quien luego sería emperador. Ireneo de Lyon y Justino el Filósofo continuaron las polémicas entre cristianismo y judaísmo durante el siglo segundo, seguidos por Orígenes en el siglo tercero; Ufrates el Persa y Juan Crisóstomo harían lo propio durante el siglo cuarto.

La persecución pagana contra los cristianos comenzó en el año 64 D.c., cuando el fuego destruyó una buena parte de la ciudad de Roma, y el emperador Nerón, con el fin de desviar las sospechas que recaían sobre él mismo, acusó a judíos y cristianos de haber iniciado el incendio. Se ha conservado la cuenta que el historiador romano Tácito da de esto:

Y así Nerón, para librarse de los rumores, culpó de él, e infligió los más exquisitos tormentos, a unos hombres aborrecidos por sus abominaciones, llamados cristianos por el vulgo. Cristo, de quien viene este nombre, fue ajusticiado durante el reinado de  Tiberio, a manos de nuestro procurador de la Judea, Poncio Pilato; y aunque por entonces se reprimió algún tanto, aquella perniciosa superstición tornó otra vez a reverdecer, no solamente en Judea, origen de este mal, sino también en Roma, donde se concentran y se hacen populares todas las cosas atroces y vergonzosas que hay en las demás partes del mundo. Fueron, pues, arrestados al principio los que profesaban públicamente esta religión, y después, por indicios de aquéllos, fue convicta una multitud inmensa, no tanto por el delito del incendio que se les imputaba, como por su general aborrecimiento a la humanidad. Añadiose a la ejecución de éstos, la burla y escarnio con que se les daba la muerte. A unos los vestían de pellejos de fieras, para que de esta manera los despedazasen los perros; a otros los ponían en cruces; a otros los echaban sobre grandes rimeros de leña, a los que, al faltar la luz del día, les prendían fuego, para que ardiendo con ellos sirviesen para alumbrar en las tinieblas de la noche. Nerón había dispuesto sus huertos para este espectáculo, y celebraba las fiestas circenses; y allí, vestido de cochero, se mezclaba unas veces con el vulgo a mirar el regocijo, y otras se quedaba sobre su coche. Y así, aunque culpables y merecedores del último suplicio, movían con todo eso a  la compasión, pues se veía que eran personas a quienes se quitaba miserablemente la vida, no por provecho público, sino para satisfacer a la crueldad de uno solo. [2]

Para la iglesia, estas palabras del historiador romano son un importante testimonio de los primeros años de su existencia y del inicio de la era de las persecuciones. Es de gran valor porque quien lo documentó no sólo no era miembro de la iglesia, sino que le era hostil.

Otros testimonios importantes de la misma época son las actas de los mártires, las minutas de los interrogatorios de los cristianos sentenciados a muerte, que fueron registradas por orden de los torturadores. Un buen ejemplo de ellas es el acta del juicio de San Cipriano de Cartago (†258), compilada en la oficina del procónsul de África. Otras fuentes históricas son las reseñas de cristianos que atestiguaron los sufrimientos de los mártires. Entre éstas están El Martirio de San Policarpo de Esmirna (†156), El Martirio de San Justino el Filósofo (†c.165) y El Martirio de las Santas Perpetua y Felicitas (†202).

Hay un tipo especial de testimonio que puede encontrarse en las epístolas de San Ignacio el Teóforo o Portador de Dios (†c.107), obispo de Antioquía que sufrió el martirio durante la persecución del emperador Trajano (98-117). En el 106, Trajano ordenó  a los ciudadanos que presentasen ofrendas a los dioses paganos en ocasión de su victoria sobre los dacios. Ignacio se rehusó, por lo que fue condenado a muerte.  Luego de recibir  su sentencia fue encadenado y, custodiado por soldados, enviado a Roma, donde debía ser despedazado por los leones para espectáculo público. El viaje llevó al obispo por diferentes ciudades, a cuyas comunidades cristianas dirigió sus epístolas. Estas epístolas son el sorprendente testimonio del heroísmo espiritual y la firmeza del obispo frente a una muerte inminente. En su epístola escrita en Esmirna y entregada por los cristianos de Éfeso, Ignacio ruega a los cristianos de Roma que no pidan que se suspenda ni se atenúe su castigo:

Escribo a todas las iglesias, y hago saber a todos que de mi propio libre albedrío muero por Dios, a menos que vosotros me lo estorbéis. Os exhorto, pues, que no uséis de una bondad fuera de sazón. Dejadme que sea entregado a las fieras puesto que por ellas puedo llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, y soy molido por las dentelladas de las fieras, para que pueda ser hallado pan puro de Cristo. Antes atraed a las fieras, para que puedan ser mi sepulcro, y que no deje parte alguna de mi cuerpo detrás… Rogad al Señor por mí, para que por medio de estos instrumentos pueda yo ser hallado sacrificio para Dios… Desde Siria hasta Roma he venido luchando con las fieras, por tierra y por mar, de día y de noche, viniendo atado entre diez leopardos, o sea, una compañía de soldados, los cuales, cuanto más amablemente se les trata, peor se comportan. Sin embargo, con sus maltratos paso a ser de modo más completo un discípulo; pese a todo, no por ello soy justificado. Que pueda tener el gozo de las fieras que han sido preparadas para mí; y oro para que pueda hallarlas pronto; es más, voy a atraerlas para que puedan devorarme presto… Que ninguna de las cosas visibles e invisibles sientan envidia de mí por alcanzar a Jesucristo. Que vengan el fuego, y la cruz, y los encuentros con las fieras, desgarros y fracturas, huesos dislocados, miembros cercenados, el cuerpo entero triturado, vengan las torturas crueles del diablo a asaltarme, siempre y cuando pueda llegar a Jesucristo. Los confines más alejados del universo no me servirán de nada, ni tampoco los reinos de este mundo. Es bueno para mí el morir por Jesucristo, más bien que reinar sobre los extremos más alejados de la tierra. Es Aquél a quien busco, que  murió en lugar nuestro; es Aquél que deseo, que se levantó de nuevo por nosotros… Permitidme recibir la luz pura. Cuando llegue allí, entonces seré un hombre de Dios. Permitidme ser un imitador de la pasión de mi Dios.[3]

Las persecuciones por parte de las autoridades romanas durante los primeros tres siglos de la iglesia fueron irregulares: comenzaban, se sosegaban y luego se renovaban. En el siglo segundo, el emperador Trajano prohibió todas las sociedades secretas que tuviesen leyes diferentes de las del Estado. Naturalmente, los cristianos caían en el presupuesto de esta prohibición. Bajo Trajano, la persecución no era específica contra los cristianos, pero si las autoridades judiciales acusaban a cualquiera de pertenecer a la iglesia, se le sentenciaba a muerte. Durante el reinado de Marco Aurelio (161-180), uno de los más cultos emperadores romanos, se cazó a los cristianos y se instauró un sistema de tortura para forzarlos a renunciar a su fe. Eran arrancados de sus hogares, encarcelados, azotados, apedreados, arrastrados por el suelo atados a las colas de los caballos; sus cadáveres quedaban sin sepultura. El emperador Decio (249-251) estuvo decidido a acabar con el cristianismo; sin embargo, su reinado fue demasiado breve para poder alcanzar su propósito. Diocleciano (284-305) promulgó varios edictos en los que, entre otras cosas, mandaba destruir las iglesias, enajenar los bienes de los cristianos y privarles de sus libertades civiles, someterlos a tortura durante sus audiencias en la corte, encarcelar a todo el clero y  exigir a todos los cristianos que ofreciesen sacrificios a los dioses paganos.

La literatura cristiana más antigua ha preservado numerosos testimonios del heroísmo de los mártires ante los juicios y las persecuciones. Pero también hubo casos en los que los cristianos apostataban y renunciaban a Cristo. Como lo atestigua Dionisio de Alejandría, estos casos alcanzarían cifras masivas durante la persecución desencadenada por Decio: “El terror los invadía, muchos de los cristianos más influyentes sucumbieron de inmediato, movidos por el miedo, otros, siendo servidores públicos, cedían a las exigencias de sus puestos, otros más, cedieron arrastrados por la multitud. Algunos estaban pálidos y temblorosos, como si no fueran los que estaban ofreciendo sacrificios a los dioses, sino que  ellos mismos fueran a ser ofrecidos en sacrificio, por eso la muchedumbre se mofaba de ellos.”[4] Cipriano de Cartago escribiría: “No esperaron a ser interrogados y a ascender bajo arresto al Capitolio para negar a Cristo… Por su propia voluntad corrieron al Foro… para tapar el crimen, incluso los niños pequeños llevados de la mano de sus padres, perdieron como niños pequeños lo que habían adquirido con el bautismo en el primer momento después de su nacimiento.”[5]

Durante los primeros tres siglos, las persecuciones se dieron por diferentes razones. Antes que nada, existía un muro de  mutuo rechazo. El odio pagano contra los cristianos—reflejado en el extracto de los Anales de Tácito que presentamos antes, así como en los escritos de Suetonio, Plinio, Celso y otros autores romanos— revelaba la extendida opinión que se tenía de que el cristianismo era una secta secreta y supersticiosa, dañina para la sociedad. El hecho de que las reuniones eucarísticas fueran a puertas cerradas y vetadas para los desconocidos propagó las acusaciones de que en dichas reuniones los cristianos practicaban “abominaciones” y hasta canibalismo. La negativa de los cristianos a ofrecer sacrificios a los dioses era entendida como “ateísmo” y su rechazo a adorar al emperador era visto como un desafío al orden religioso y social del imperio.

La época de los martirios, que en el imperio romano vio su fin en el 313,[6] influyó de forma determinante en la historia de la iglesia. La veneración a los mártires que surgió en ese tiempo se continúa hasta nuestros días. En la iglesia ortodoxa se sigue celebrando la Divina Liturgia sobre un altar que contiene una partícula de las reliquias de algún santo mártir o sobre un antimension, una tela especial que lleva dicha partícula cosida dentro. Esto concuerda con la antigua práctica cristiana de celebrar la eucaristía sobre las tumbas de los mártires.

Tertuliano (c.150-c.220) escribió que “la sangre de los mártires es la semilla del cristianismo.”[7] Esta breve frase del escritor eclesiástico romano del siglo tercero, enfatiza que la persecución no debilita al cristianismo, sino por el contrario, fortalece a la iglesia, alimentando la unidad espiritual de los fieles. La verdad de estas palabras se ha confirmado cada vez que la persecución contra la iglesia se ha  reavivado, hasta en el siglo veinte, que se convirtió en una nueva época de martirio y heroísmo espiritual sin precedentes en la historia de la iglesia ortodoxa.

[1] La iglesia ortodoxa distingue entre Santiago el hermano del Señor (presumiblemente hijo de José de su primer matrimonio) y primer obispo de Jerusalén, y Santiago, el hijo de Zebedeo, así como de Santiago el hijo de Alfeo.

[2] Tácito Anales 15.44.

[3] Ignacio Epístola a los Romanos 4-6.

[4] Eusebio Historia Eclesiástica 6.42.II, citado en Alexander Schmemann, El Camino Histórico de la Ortodoxia Oriental (Crestwood, NY:SVS Press, 1977), 57.

[5] Sobre los Lapsos 8,9, en Allen Brent, trans., Sobre la Iglesia: Tratados Selectos (Crestwood, NY:SVS Press, 2006), 111,112.

[6] Fuera de los límites del imperio, los cristianos eran ferozmente perseguidos durante los siglos IV y V,  particularmente en Persia.

[7] Apología 50.13

La Comunidad Apostólica Metropolita Hilarión Alfeyev

(Texto extraido del Libro Cristianismo Ortodoxo del Metropolita Hilarión Alfeyev)

La comunidad de de los discípulos de Cristo fue la iglesia original, en la cual los creyentes recibieron la revelación divina de los labios del Verbo Encarnado de Dios. Su discipulado en la fe consistía en asimilar esta experiencia. Llamaban a Jesús “maestro” y “Señor”, y Cristo lo aceptaba como algo adecuado: “Me llamáis Maestro y Señor; y decís bien, porque lo soy” (Jn 13:13) Cristo definió que la tarea primera y más importante de sus discípulos era la de imitarlo. Después de lavarles los pies durante la última cena les dijo: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros.” (Jn 13:14-15). Consciente de su dignidad de maestro, Cristo dijo: “No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo.”(Mt10:24-25). Al mismo tiempo enfatizó que sus discípulos no eran sirvientes ni esclavos de su maestro, sino sus amigos e iniciados en los misterios de Dios: “No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.”(Jn 15:15).

La actitud de Cristo frente a sus discípulos difería de la que tenía hacia toda la gente. Enseñaba a la gente en parábolas, y no pudiéndoles decir todo lo que les podía decir a sus discípulos, incluso les escondió algunas cosas. En contraste, a sus discípulos les reveló los grandes y ocultos misterios del reino de los cielos:

Y acercándose los discípulos le dijeron: “¿Por qué les hablas en parábolas?” Él les respondió: “Es que a vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden… ¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.”(Mt 13:10-17)

Los discípulos de Cristo eran la iglesia que Jesucristo reunió en la última cena y a la cual le dio su cuerpo y sangre en forma de pan y vino. Este evento, descrito por tres evangelistas y el apóstol Pablo, (Mt26:26-29; Mc14:22-25; Lc 22:19-20; 1Cor 11:23-25), marcó el inicio de la iglesia como comunidad eucarística. Después de la resurrección de Cristo, los apóstoles, en cumplimiento de lo ordenado por el Salvador, se reunían el primer día de cada semana, (al cual llamaron el día del Señor), para celebrar la eucaristía.

En la última cena, Cristo le dio a sus discípulos un mandamiento que constituiría el fundamento de las enseñanzas morales de la iglesia: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros.” (Jn 13:34-35) Este mandamiento se elabora más a fondo y con particular urgencia en las epístolas del apóstol y evangelista Juan el Teólogo, quien en la tradición ortodoxa recibe el nombre de “el apóstol del amor”.

Pues este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros… Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte… En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos... Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad... Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó… Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. (1Jn 3:11-23; 4:8)

Jesucristo enseñó a sus apóstoles para que pudieran transmitir su evangelio a las siguientes generaciones. No obstante, el tema central de la predicación de los apóstoles no fue la enseñanza moral o espiritual de Cristo, sino la buena noticia de su muerte y su resurrección. La resurrección de Cristo convirtió al cristianismo en algo nuevo y único, que por sus características permitía a los cristianos llamar a su fe “nueva alianza” por analogía con la “antigua alianza” que  Dios había pactado con el pueblo de Israel.

Para los cristianos primitivos era evidente la importancia tan fundamental del hecho de la resurrección de Cristo, y se daban cuenta de que su fe sería vana y falsa si Cristo no hubiera resucitado de la muerte:

Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe. Y somos convictos de falsos testigos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó… Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados… ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron. (1Cor 15:14-20)

Estas palabras significan esencialmente que si Cristo no hubiese resucitado de entre los muertos, habría sido sólo uno de los muchos profetas y maestros que han aparecido en el curso de la historia. Si Cristo no hubiese resucitado de entre los muertos, sólo habría repetido aquello que otros dijeron antes que Él. Incluso, si hubiese sido el mensajero y el Hijo de Dios, pero no hubiese resucitado, no habría podido ser el Salvador y “estaríais todavía en vuestros pecados”. Pero Cristo resucitó de entre los muertos, convirtiéndose en primicia de los que durmieron, es decir, habiendo conquistado la muerte, abriendo a la gente el camino a la salvación.

La resurrección de Cristo es el hecho central del evangelio y el momento clave de la historia de la iglesia. Sin embargo, no todos reconocieron esta realidad de inmediato. La resurrección de Cristo sucedió de manera tan inadvertida como su natividad: nadie le vio dejar el sepulcro. Y desde los primeros días después de la resurrección, mucha gente, incluso aquellos que habían sido los discípulos más cercanos de Cristo, incluso los que lo habían conocido y amado dudaron de su resurrección. El evangelio no esconde este hecho, sino que relata lo siguiente sobre cómo fue el encuentro de los discípulos con Cristo resucitado: “Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron.”(Mt 28:17) Dios no quiso que la resurrección de su Hijo fuese un milagro que ocurriese ante los ojos de toda la humanidad. En vez de eso, permitió que sucediera de una manera tal que la fe en la resurrección requiera de  cada persona, incluso de los apóstoles, un esfuerzo espiritual interior y la superación de la vacilación y las dudas.

Cuando los apóstoles anunciaron a Tomás, uno de los discípulos, que habían visto al Señor resucitado, aquél les respondió: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.”(Jn 20:25) Estas palabras reflejan el razonamiento escéptico del hombre, que requiere pruebas lógicas y palpables. Pero no hay tales pruebas, y no puede haber tales pruebas, ya que la fe cristiana trasciende los límites de la razón; es supra-racional. No es posible probar lógicamente nada en el cristianismo: ni la existencia de Dios, ni la resurrección de Cristo, ni otras verdades, las cuales sólo pueden ser aceptadas o rechazadas por la fe.

“Nadie ha visto a Dios.” Estas palabras no las dijo un ateo, sino por uno de los discípulos más cercanos de Cristo: el apóstol Juan el Teólogo (Jn 1:18). A pesar de todos los esfuerzos por probar la existencia de Dios, ninguna religión ha presentado una prueba convincente, y el cristianismo no es la excepción. Pero no la ha buscado nunca, como  tampoco ha buscado pruebas de la resurrección de Cristo. Con todo, a pesar de la aparente ausencia de pruebas, millones de personas han venido, vienen y vendrán a Cristo; han creído, creen y creerán en Cristo resucitado; han aceptado, aceptan y aceptarán la existencia de Dios porque se han encontrado al Cristo resucitado en sus vidas y lo han reconocido como Dios. Para esa gente es innecesaria cualquier prueba adicional.

Eso es lo que sucedió con los dos discípulos de Cristo que se encontraron al Jesús resucitado  en el camino de Emaus. Al principio no lo reconocieron en el viajero que se acercó a ellos porque la apariencia externa de Cristo había cambiado después de la resurrección. El Señor conversó con ellos durante todo su viaje y entró con ellos a la casa. Los discípulos lo reconocieron sólo cuando partió el pan, hecho lo cual desapareció al instante. Y luego se dijeron uno al otro: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino?” (Lc 24:32). Luego hablaron con alegría a los otros discípulos sobre su encuentro con el Maestro resucitado.

No fueron sus ojos físicos los que ayudaron a los discípulos a reconocer a Dios resucitado cuando estuvo cerca de ellos, sino los ojos espirituales de su alma. Pero en el mismo instante en que lo reconocieron se hizo invisible, porque no es necesaria la visión física cuando el corazón  se inflama de fe. Esto es lo que le ha sucedido y le sigue sucediendo a los cristianos que no han visto a Dios, pero han llegado a creer en  Él porque sus corazones arden de amor por Él. Cristo hablaba de esa gente al decirle a Tomás: “Dichosos los que no han visto y han creído.” (Jn 20:29). Son dichosos porque no han buscado pruebas lógicas, sino ese fuego que Dios enciende en los corazones de la gente. Y los cristianos creen en la resurrección de Cristo, no porque alguien los haya convencido de ello, y no porque lo hayan leído en el evangelio, sino porque ellos mismos han llegado a conocer al Cristo resucitado por una experiencia interior.

A lo largo de los siglos, el razonamiento escéptico ha asegurado reiteradamente: “Si no lo veo, no lo creo”. Y el cristianismo ha respondido: “Cree aunque no veas”. Por medio de su doctrina de la resurrección, la iglesia lanzó un reto al mundo, que exigía la comprobación lógica de la fe. Desafió a la razón humana, inclinada a dudar hasta de la existencia de Dios, y especialmente de la idea de que una persona, incluso si fuese Hijo de Dios, pudiese morir y volver a levantarse. Pero es precisamente sobre la fe en la resurrección —una fe confirmada no por pruebas tangibles, sino por la experiencia interior de millones de personas— que se ha fundado la vida de la iglesia, misma que continúa hasta el día de hoy.

Después de la resurrección, Cristo confió a sus discípulos la misión de evangelizar y enseñar: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.” (Mt 28:19-20). Con todo, durante las primeras semanas después de la resurrección de Cristo, los discípulos aún no comprendían lo que Él les había enseñado, y seguían esperando que fuera el rey de Israel que restauraría el perdido poderío político del pueblo judío. Habían oído las parábolas de Cristo y atestiguado sus muchos milagros; habían estado con Él durante sus últimos días, presenciado su pasión y su muerte en la cruz, y lo habían visto después de su resurrección. Pero incluso después de la resurrección continuaron preguntando: “Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?” (Hch 1:6). Sus pensamientos aún se limitaban al estado judío, acerca de cuyo destino estaban sinceramente preocupados.

Para cumplir la misión apostólica, necesitaban la asistencia del Espíritu Santo, quien, de acuerdo con la promesa hecha por el Salvador, les enseñaría todas las cosas. (Jn 14:26). El descenso del Espíritu Santo sobre los discípulos sucedió en Pentecostés. Este evento, descrito en los Hechos de los Apóstoles, convirtió a los discípulos de Cristo –simples pescadores de Galilea, ignorantes e iletrados – en osados predicadores del evangelio.

El descenso del Espíritu Santo disipó cualquier última duda que pudieran tener los discípulos sobre la resurrección de Cristo, cualquier vacilación subsistente sobre lo correcto y necesario de la misión encomendada a ellos por el Señor. Cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos del Salvador, cuando hablaron en lenguas extranjeras, cuando sintieron una nueva fuerza y nuevas posibilidades en su interior, comenzaron a entender su verdadero llamado ecuménico, el cual consistía en enseñar a “todas las naciones”(Mt28:19) y predicar el evangelio a “toda la creación”(Mc 16:15).

Para Pentecostés, el número de los discípulos de Cristo alcanzaba varias docenas, (la tradición de la iglesia habla de los doce apóstoles más cercanos al Salvador así como de otros setenta apóstoles), mientras que el número total de la gente que creía en Cristo parece ser de varios cientos, o tal vez hasta varios miles. En cualquier caso, este grupo era bastante insignificante en cantidad. La iglesia aún tenía un muy largo camino por delante antes de ser realmente ecuménica o “católica”. La rapidez con la que la nueva fe   comenzó a esparcirse es sorprendente. Al principio, los apóstoles, como el mismo Cristo, predicaban entre los judíos; en el templo de Jerusalén, en las sinagogas y en casas particulares (Hch 5:21; 5:42; 13:14). No obstante, varios años después de la resurrección del Salvador, los apóstoles comenzaron a predicar fuera de los límites de Judea, esparciendo la fe a través de todo el imperio romano y más allá de sus límites.  Además, evangelizaban no solo entre los judíos, sino también entre los paganos. Y si su misión entre los judíos se encontró hasta cierto punto con el fracaso, su prédica entre los paganos abrió un campo ilimitado para la actividad misionera en la cual sembraron las semillas de la palabra de Dios, y estas semillas comenzaron rápidamente a dar fruto. La iglesia tomó la decisión de comenzar a predicar entre los paganos a propuesta del apóstol Pedro, (Hch 11:2-18),  quien fue también el primero en insistir en abolir la circuncisión como condición para unirse a la iglesia (Hch 15: 7-11).

Sin embargo, no fue Pedro, sino Pablo quien “trabajó más que todos” (1Cor 15:10) por la iluminación de los paganos. Pablo pasaría a la historia de la iglesia como “el apóstol de las naciones.” Pablo no estaba entre los discípulos de Cristo durante la vida terrena del Salvador, y después de la resurrección persiguió de forma activa a la iglesia. Pero la conversión de Pablo, descrita en los Hechos de los Apóstoles (9:1-9), no es menso significativa para la iglesia que Pentecostés. Pablo pasó de ser un perseguidor de la iglesia a convertirse en su ferviente defensor y predicador. Emprendió cuatro viajes misioneros y selló sus labores misioneras con una muerte de mártir en Roma. La iglesia ortodoxa lo glorifica, junto con Pedro, como a uno de los dos líderes de los apóstoles.

Las epístolas de San Pablo constituyen una parte considerable del Nuevo Testamento. La importancia de Pablo en el subsiguiente desarrollo de la iglesia fue tan grande que fue comparado frecuentemente con Cristo mismo. San Juan Crisóstomo llegó a decir que Cristo fue capaz de decirle a la gente más a través de Pablo, que lo que pudo decirle personalmente durante su ministerio en la tierra.[1]

El apóstol Pablo fue el fundador de la eclesiología ortodoxa, (la doctrina sobre la iglesia). Pablo define la iglesia como “el cuerpo de Cristo” (Col 1:24) cuya cabeza es Cristo mismo (Ef 4:15), como un organismo vivo en el cual cada miembro tiene su propia función, su propio llamado y su propio servicio. La unidad de los miembros del cuerpo de Cristo está sellada por la unidad de la eucaristía, la mesa común en la cual el pan y el vino se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo por las oraciones de la iglesia. En los tiempos de Pablo, la eucaristía (del griego eucaristía, “dar las gracias”) era más una comida que un servicio litúrgico. Si bien, esta comida iba acompañada de lecturas de la Escritura, un sermón, el canto de salmos, y luego el rezo de las plegarias eucarísticas, que se improvisaban. Por norma, la reunión eucarística comenzaba después de la puesta del sol y se continuaba hasta el amanecer. Estas reuniones se describen en las epístolas de Pablo y en los Hechos de los Apóstoles. Con el tiempo, la eucaristía adquirió las características de un servicio litúrgico, y las oraciones eucarísticas fueron puestas por escrito. A pesar de los cambios de forma de la reunión eucarística, ésta ha permanecido igual en esencia desde la época de Pablo hasta nuestros tiempos. La esencia de la eucaristía está expresada en las siguientes palabras del apóstol:

La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan.  (1 Cor 10: 16-17)

El tema del amor domina en la enseñanza moral de Pablo, precisamente igual que en la enseñanza de Cristo.  “Hacedlo todo con amor”, exhorta el apóstol (1Cor 16:14). Según  Pablo, ni las pruebas ni las tribulaciones pueden apartar del amor de Dios al creyente:

¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. [Sal 44:23] Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.  (Rom 8:35-39)

Las enseñanzas de Pablo son profundamente cristocéntricas. No separa su propia persona ni su vida de la persona y la vida de Cristo: “con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí.”(Gal 2:19-20); “Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Fil 1:21); “llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús” (Gal 6:17). De acuerdo con Pablo, la fe en la resurrección de Cristo es el fundamento de la predicación de los apóstoles. Al mismo tiempo Pablo admite que el mensaje del Cristo crucificado y resucitado es un reto para las percepciones tanto helenística como judía:

Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan – para nosotros – es fuerza de Dios… ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. (1Cor 1:18-24)

La verdad de estas palabras del “apóstol de las naciones” se confirmó en los siglos segundo y tercero, cuando la fe cristiana comenzó a esparcirse rápidamente, mientras al mismo tiempo encontraba franca resistencia, tanto de los judíos como de los paganos.

[1] Juan Crisóstomo Homilías sobre la Epístola a los Romanos 32.3.

(Texto extraido del Libro Cristianismo Ortodoxo del Metropolita Hilarión Alfeyev)

Cristianismo Primitivo Metropolita Hilarión Alfeyev

Cristianismo Primitivo

Cristo, el Fundador de la Iglesia

(Texto extraido del Libro Cristianismo Ortodoxo del Metropolita Hilarión Alfeyev)

En la base de la historia cristiana aparece la extraordinaria y enigmática persona de Jesucristo, un hombre que se llamó a sí mismo Hijo de Dios. El conflicto sobre su persona y sus enseñanzas comenzó durante su vida y ha continuado por casi veinte siglos. Algunos lo reconocen como Dios encarnado, otros como un profeta que fue inmerecidamente exaltado por sus discípulos, otros más, como un brillante maestro de moral. Incluso algunos sostienen que nunca existió. Jesús no dejó ningún escrito ni ninguna prueba visible de su presencia en la tierra. Lo que subsistió fue el grupo de sus discípulos a quienes Él llamó  “la iglesia”.

[foto: Cristo Pantokrator (Hagia Sofía, Constantinopla, s. XIII)]

Iglesia es sinónimo de cristianismo: no se puede ser cristiano sin ser miembro de la iglesia. “No hay cristianismo sin iglesia”, escribe el hieromártir Hilarión (Troitsky).[1]

El Archimandrita Georges Florovsky dijo que “el cristianismo es la iglesia”.[2] El cristianismo nunca ha existido sin la iglesia o fuera de la iglesia. Seguir a Cristo siempre ha significado unirse a la comunidad de sus discípulos, y convertirse en cristiano siempre ha significado convertirse en miembro del cuerpo de Cristo:

El cristianismo fue desde el principio mismo una realidad colectiva, una comunidad.

Ser cristiano significaba pertenecer a esta comunidad. Nadie podía ser cristiano por sí mismo, como individuo separado, sino sólo junto con “los hermanos”, sólo en conjunto con ellos. Unus Christianus, Nullus Christianus (un solo cristiano no es cristiano). Ni las convicciones personales, ni el modo de vida que uno tenga son suficientes para convertirlo en cristiano. La existencia cristiana supone inclusión e implica ser miembro de la comunidad.[3]

[foto: El Salvador (Anrei Rublev, s. XV)]

El cristianismo no puede reducirse a la doctrina moral, ni a la teología, ni a los cánones de la iglesia ni a los servicios litúrgicos. Tampoco es la suma de estas partes. El cristianismo es la revelación personal del theanthropos (Dios-hombre), Cristo, a través de su iglesia:

La iglesia preserva e imparte su enseñanza y los “dogmas divinos”; propone la “regla de la fe”, el orden y los estatutos de la piedad. Pero la iglesia es algo inconmensurablemente mayor. El cristianismo es no sólo la enseñanza sobre la salvación, sino la salvación misma, consumada de una vez por todas por el theanthropos… en la percepción ortodoxa, Cristo es primero y ante todo el Salvador,  no sólo un “buen maestro” ni un profeta. Él es, por encima de todo, Rey y Sumo Sacerdote, “el rey de la paz y el salvador de nuestras almas”. La salvación consiste no tanto en la buena nueva del reino celestial como en la persona teándrica del Señor mismo y en sus acciones, en su “pasión salvífica” y su “vivificadora cruz”, en su muerte y resurrección.[4]

La iglesia es la guardiana de la enseñanza de Cristo y la continuadora de su misión salvadora. Es la sede de la presencia viva de Cristo, el receptáculo de su gracia. Pero no es que la iglesia salve al pueblo a través de la gracia de Cristo, sino que es Cristo quien salva al pueblo a través de la iglesia. Por medio de la iglesia, Cristo continúa su obra salvadora, misma que, habiéndose cumplido una vez en el pasado, no deja de cumplirse en el presente. Cristo no entregó a sus discípulos su cuerpo y su sangre sólo una vez, sino que siempre sigue nutriendo a los fieles en el sacramento de la eucaristía. No salvó a la humanidad sólo una vez por su pasión en la cruz, su muerte y su resurrección: Él salva siempre. Y la iglesia percibe los eventos de la vida de Cristo, no como hechos del pasado, sino como obras de trascendencia perdurable infinitas en el tiempo.

 Por esa misma razón, repetidamente se usa la palabra “hoy” en los servicios litúrgicos dedicados a los eventos  de la vida de Cristo: “hoy Cristo nace de la Virgen en Belén”[5]; “hoy el Señor de la creación comparece ante Pilato”[6], “hoy ha llegado la salvación al mundo, cantemos al que ha resucitado del sepulcro”[7].

Estos no son sólo ejemplos de la retórica de la iglesia: la iglesia es el “hoy” que se prolonga eternamente, la inagotable revelación de Jesucristo como Dios y Salvador.

La vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo se experimentan aquí y ahora en la iglesia: la iglesia experimenta estas etapas de la economía divina una y otra vez. A través de la iglesia, el cristiano es iniciado no sólo en las enseñanzas de Cristo, no sólo en su gracia, sino también en su vida, su muerte y su resurrección. Le economía de la salvación alcanzada por Cristo se convierte en una realidad para el creyente, los eventos de la vida de Cristo se convierten en hechos de la biografía espiritual particular de cada cristiano, quien experimenta personalmente a Cristo y llega a conocerlo in la iglesia.

Los cristianos ortodoxos leen con reverencia el Nuevo Testamento, como una recopilación de libros que hacen un recuento de la vida y las enseñanzas de Cristo, de cómo fundó la iglesia y de los primeros años de la existencia histórica de ésta. Pero no consideran la iglesia fundada por Cristo hace dos mil años como algo esencialmente diferente de la iglesia a la que pertenecen hoy. Cristo se revela a los fieles a través de la iglesia de hoy con la misma plenitud que con la que se reveló a sus discípulos: su presencia no se ha debilitado, su gracia no ha disminuido, y su poder salvador no se ha secado ni ha flaqueado.

El canon del Nuevo Testamento contiene cuatro evangelios, según San Marcos, San Mateo, San Lucas y San Juan. En el campo del estudio bíblico, los tres primeros reciben el nombre de “sinópticos” porque entre ellos hay muchas similitudes, porque contienen textos que son idénticos en lugar, porque siguen una misma secuencia cronológica y porque describen esencialmente los mismos eventos. Sin embargo, el cuarto evangelio es único: fue escrito, por así decirlo, como una ampliación a los primeros tres, y dirige la atención del lector, no tanto a los milagros y las parábolas de Cristo como al significado teológico de su vida y sus enseñanzas.

[foto: Juan dictando su evangelio a Prócoro (miniatura)]

Con todo, hay algunas diferencias entre los evangelistas. Por ejemplo, Mateo habla del exorcismo de dos posesos (Mt. 8: 28-34), mientras que los relatos paralelos de Marcos y Lucas dan cuenta del exorcismo de sólo uno. Las narraciones de los cuatro evangelistas sobre las mirróforas en el sepulcro vacío después de la resurrección de Cristo difieren en los detalles. No obstante, se pueden explicar estas y otras diferencias por el hecho de que los mismos eventos fueron contados por individuos diferentes, y algunos de ellos fueron testigos oculares de lo sucedido, mientras que los demás escribieron basándose en la palabra de otros.  Además, las narraciones se escribieron muchos años después de los eventos que se cuentan. La presencia de pequeñas diferencias sirve para aumentar la credibilidad de las narraciones de los evangelios, pues dan testimonio del hecho de que no hubo colusión entre sus autores. En otras palabras, las diferencias entre los evangelistas no son sustanciales.

La palabra “iglesia” sólo se menciona una vez en los evangelios, pero esta referencia tiene una importancia clave en el desarrollo de la doctrina cristiana sobre la iglesia. El evangelio según San Mateo relata cómo Jesús, al viajar por tierras de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” Los discípulos respondieron: “Unos dicen que Juan el bautista, otros dicen que Elías, y otros que Jeremías o uno de los profetas.” Jesús preguntó: “¿Y quién decís vosotros que soy Yo?” Pedro replicó: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.” Entonces Jesús le dijo: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.” (Mt.16:13-18)

Este pasaje ha recibido diferentes interpretaciones en las iglesias de oriente y occidente. El occidente enfatizó el papel de Pedro como líder de los apóstoles y vicario de Cristo en la tierra, que legó su primacía a los obispos de Roma. En oriente, la interpretación más ampliamente respaldada sostiene que la iglesia está basada sobre la fe en la divinidad de Jesucristo, fe que fue confesada por Pedro.[8]  En una de sus epístolas, San Pedro mismo afirma que la piedra angular de la iglesia es Cristo. (1 Pe 2:4).

[1] Hilarión(Troitski), Obras (Moscú, 2004), 2.192
[2] Georges Florovsky, “El Hogar de mi Padre,” en Artículos Teológicos Selectos (Moscú, 2000). 10. Las itálicas son del autor.
[3] Florovsky, “La Iglesia: Su Naturaleza y Misión,” Artículos Teológicos Selectos, 188.
[4] Florovsky, “El Hogar de mi Padre,” en Artículos Teológicos Selectos (Moscú, 2000). 10-11. Las itálicas son del autor.
[5] Maitines de la Natividad de Cristo, stichario de Ainos.
[6] Vísperas de Viernes Santo, stichario de “Señor, Clamo a ti.”
[7] Maitines del Domingo, Tropario posterior a la gran Doxología, tonos 1,3,5y7.
[8] Cf. Juan Crisóstomo Homilías sobre el Evangelio según Mateo 44.2: “Sobre esta roca, esto es, sobre esta confesión de fe, edificaré mi iglesia.”

Catecumenado Ortodoxo Clase 1 La Iglesia Ortodoxa

Presentamos los temas del curso  de Catecumenado Ortodoxo en el  Aula Virtual de WiZiQ. Los temas que se imparten en el Aula Virtual son temas exclusivos para la preparación de los aspirantes que desean pertenecer a la Iglesia Ortodoxa y están siguiendo estos temas para su crismación, esta preparación es exclusiva de la Iglesia Ortodoxa Antioquena de la Arquidiócesis de México Venezuela y el Caribe.  El material aquí presentado tiene derechos de autor y es propiedad de la Iglesia, si usted está interesado en profundizar mas en los temas o acceder a cursos mas avanzados no dude en contactarnos en nuestro correo electrónico ifol@iglesiaortodoxa.org.mx

 

En Defensa de la Fe

En nuestros días miles de organizaciones se vinculan abiertamente a la Nueva Era, entre ellas organismos de aceptación política internacional, que hasta estas fechas podría pensarse tenían otros objetivos. Muchos ambientes de religiosos en todo el mundo, están ya afectados en mayor o menor cuantía. Frente a los pastores vigilantes que hemos mencionado, los hay que, por desgracia, están conduciendo a sus fieles a los pastores venenosos de la nueva Era. Con San Juan podemos decir “Muchos se han hecho anticristos… De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros” (I Jn. 2:18-19). Está escrito: “Habrá falsos doctores que introducirán sectas perniciosas, llegando hasta negar al Señor que los rescató… Profiriendo discursos pomposos, llenos de vanidad, atraen con cebo de apetitos carnales a aquellos que apenas se habían apartado de los que viven en el error, prometiéndoles libertad cuando ellos son esclavos de la corrupción… son éstos fuentes, sin agua, nubes empujadas por el huracán, a quienes está reservado el abismo de las tinieblas” (2 Petr. 2:1 y ss.). Debemos estar muy atentos porque, además, a Maitreya y sus acompañantes se les atribuyen numerosos prodigios.

“Fuentes sin agua” son los ideólogos de esta vasta conspiración mundial. Pretenden justificarla astrológicamente con el cambio de siglo y el comienzo de la Nueva Era de Acuario, cuyo símbolo es el tridente, con el que suele representarse a Satanás, que es el alma de la seudociencia astrológica. Para ellos muere el Cristianismo (la Era de Piscis), y Acuario derrama sobre el mundo el agua de un nuevo espíritu de paz y de armonía universal. Pero sabemos y confesamos que sólo Cristo Jesús es el Agua viva (Jn. 4, 10). El nos dice: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tenga Sed le daré gratis de la fuente del Agua de la vida. El que venciere heredará estas cosas: Yo seré su Dios y el será mi hijo. Los cobardes, los infieles, los abominables, los asesinos, los fornicadores, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros, tendrán su parte en el estanque que arde con fuego y azufre” (Ap. 21:6-9).

Si el hombre actual se siente cada vez más insatisfecho por haber abandonado a Cristo, los seguidores de la Nueva Era – como hijos del padre de la mentira – le salen al paso disfrazados bajo una capa de inquietudes religiosas, filosóficas, sociológicas, ecológicas, médicas… y presentan como nuevo lo que ya quedó enterrado por la civilización Cristiana. Si “nada hay nuevo bajo el Sol” (Ecl. 1:9) la Nueva Era pretende levantar del abismo al Ángel Caído, Lucifer, con toda su cohorte de engaños… Pero los Cristianos sabemos que el Príncipe de este mundo “le queda poco tiempo,” y que éste resurgir es preludio de su caída definitiva para toda la eternidad. Procurar que ese hundimiento arrastre a las menos almas posibles, es labor de todos aquellos que encendidos en la Luz de Cristo, serán Apóstoles para estos últimos Tiempos, y cuya misión está concretada en la Epístola de San Judas. Leamos y meditemos estos puntos.

Da la impresión de que estuviera a punto de cumplirse el siguiente pasaje del Apocalipsis: ... Son los espíritus de los demonios, que hacen señales, que se dirigen hacia los reyes de la Tierra, para juntarlos en batalla para el Día Grande del Dios Todopoderoso” (Ap. 16:14).

Resistamos, pues, como dice San Pedro, “firmes en la Fe.” Esto significa conocer y vivir la fe. Leamos las Sagradas Escrituras y en la enseñanzas de los Santos Padres. Pero ¡ ojo con lo demas que leemos! La Nueva Era domina el mercado del libro. Hay libros que está muy claro que son de la New Age, más hay otros que amparados en títulos y editoriales “fiables” van de forma muy astuta introduciendo la doctrina de la New Age poco a poco y casi sin notarse. No dejemos en ningún momento la Oración. Los hay que matan el tiempo – y aún el alma – con la televisión en lugar de emplearlo en la lectura espiritual y la oración.

(OBISPO ALEXANDER MILEANT)

 Diacono Jorge Noerña Catedral de San Jorge

San Siluan del Monte Athos sobre la oración

icono de todos los santos

El que ama al Señor se acuerda siempre de Él, y el recuerdo de Dios hace brotar la oración. Si no te acuerdas del Señor, tampoco orarás. Sin la oración, el alma deja el amor de Dios, pues es a través del canal de oración como llega la gracia del Espíritu Santo.
El que pretende llevar una vida de oración sin tener un guía y piensa, en su orgullo, poder instruirse solamente mediante los libros sin dirigirse a un Padre Espiritual, ya ha sucumbido a medias a la ilusión. En cuanto al hombre humilde, el Señor le ayudará.
Dios da la oración al que ora; pero la oración que realizamos únicamente por rutina, sin tener el corazón arrepentido por los propios pecados, no es aceptada por el Señor.
La oración protege al hombre del pecado, porque el que reza piensa en Dios y humildemente está ante Dios, a quien conoce el alma del que reza.
Muchos rezan oralmente y les gusta rezar de acuerdo a los libros y el Señor recibe la oración y los perdona. Pero si alguien reza y piensa en otra cosa, tal oración el Señor no la escucha. Quien reza por costumbre no tiene cambios en el modo de rezar, pero el que reza con devoción tiene muchas variedades de rezo: puede ser la lucha con el enemigo, la lucha consigo mismo, la lucha con las pasiones, la lucha con la gente y en todo hay que ser valiente. A muchos les gusta leer libros buenos, esto está bien. Pero mejor de todo es rezar.

San Siluán del Monte Athos sobre la voluntad de Dios y la libertad:

¿Cómo saber si vives según la voluntad de Dios? — La señal es: Si estás afligido por alguna cosa eso demuestra que no sigues totalmente la voluntad Divina. Quien vive en la voluntad de Dios no se preocupa por nada. Y si necesita algo se entrega a Su voluntad. Si recibe lo necesario o no lo recibe, igualmente se queda tranquilo. El alma entregada a Dios no teme a nada: ni a la tormenta, ni a los ladrones, a nada.
Para todo lo que pasa — ella dice: “es la voluntad de Dios.” Si está enfermo, piensa: “Es señal de que esta enfermedad me es necesaria, de lo contrario Dios no me la hubiese enviado.” Y así se conocerá la paz en el alma y en el cuerpo.
La obra más excelsa es abandonarse a la voluntad de Dios y soportar las pruebas con esperanza. El Señor, viendo nuestras penas, no nos cargará nunca más allá de nuestras fuerzas. Si nuestros sufrimientos nos parecen excesivos, es señal de que no nos hemos abandonado a la voluntad de Dios.
Si hablas o escribes acerca de Dios, reza pidiendo ayuda y sabiduría y Dios te ayudará e iluminará, Y si tienes dudas, haz tres inclinaciones y dí: “Señor Benevolente, mi alma está confusa y tengo miedo de pecar, aclara mi alma Señor.” Y el Señor te ayudará sin duda porque está siempre cerca de nosotros. Pero si dudas no recibirás lo pedido. Así, el Señor le dijo a Pedro: “¡hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?” (Mat. 14:31), cuando Pedro empezó a hundirse en el agua. Así pasa con el alma, las dudas la hacen ahogarse en los malos pensamientos.
En cuando a nosotros, debemos rezar a Dios que nos de Su comprensión, y también consultar al padre espiritual, para no cometer errores.

R.P. Jesús Ruíz Munilla Catedral de San Jorge México D.F.

El Metodo de Oracion Hesicasta según la enseñanza del padre Serafín del Monte Athos

icono de todos los santos

Cuando un joven filósofo, llegó al Monte Athos, había leído ya un cierto número de libros sobre la espiritualidad ortodoxa, particularmente la pequeña filocalia de la oración del corazón en los relatos del peregrino ruso. Estaba seducido sin estar verdaderamente convencido. Una liturgia vivida en su ciudad le había inspirado el deseo de pasar algunos días en el Monte Athos, con ocasión de sus vacaciones en Grecia, para saber un poco más sobre el método de la oración de los hesicastas, esos silenciosos a la búsqueda de “hesychia”, es decir, de paz interior.

Contar con detalle cómo llegó al padre Serafín, que vivía en un eremitorio próximo a San Pantaleón, sería demasiado largo. Digamos únicamente que el joven filósofo estaba un poco cansado. No encontraba a los monjes a la altura de sus libros. Digamos también que, si bien había leído varios libros sobre la meditación y la oración, no había rezado verdaderamente ni practicado una forma particular de meditación y lo que pedía en el fondo no era un discurso más sobre la oración o la meditación sino una “iniciación” que le permitiera vivirlas y conocerlas desde dentro por experiencia y no sólo de “oídas”.

El padre Serafín tenía una reputación ambigua entre los monjes de su entorno. Algunos le acusaban de levitar, otros de que gritaba y gemía, algunos le consideraban como un campesino ignorante, otros como un venerable staretz inspirado por el Espíritu Santo y capaz de dar profundos consejos así como de leer en los corazones.

Cuando se llegaba a la puerta de su eremitorio, el padre Serafín tenía la costumbre de observar al recién llegado de la manera más impertinente: de la cabeza a los pies, durante cinco largos minutos, sin dirigirle ni una palabra. Aquéllos a quienes ese examen no hacía huir, podían escuchar el áspero diagnóstico del monje:

En usted no ha descendido más abajo del mentón.

De usted, no hablemos. Ni siquiera ha entrado.

Usted… no es posible… que maravilla. Ha bajado hasta sus rodillas…

Hablaba del Espíritu Santo y de su descenso más o menos profundo en el hombre. Algunas veces a la cabeza, pero no siempre al corazón ni a las entrañas… Así es como juzgaba la santidad de alguien, según su grado de encarnación del espíritu. El hombre perfecto, el hombre transfigurado era para él, el habitado todo entero por la presencia del Espíritu Santo de la cabeza a los pies. “Esto no lo he visto sino una vez en el staretz Silvano, decía, era verdaderamente un hombre de Dios, lleno de humildad y de majestad”.

El joven filósofo no estaba aún ahí. El Espíritu Santo sólo había encontrado paso en él “hasta el mentón”. Cuando pidió al padre Serafín que le hablase de la oración del corazón y de la oración pura según Evagiro Póntico, el padre Serafín comenzó a gemir. Esto no desanimó al joven, que insistió. Entonces el padre Serafín le dijo: “Antes de hablar de la oración del corazón, aprende primero a meditar como la montaña…”. Y le mostró una enorme roca: “Pregúntale cómo hace para rezar. Después vuelve a verme”.

MEDITAR COMO UNA MONTAÑA

Así comenzó para el joven una verdadera iniciación al método de oración hesicasta. La primera meditación que le habían propuesto se refería a la estabilidad, al enraizamiento de un buen cimiento.

En efecto, el primer consejo que se puede dar al que quiere meditar no es de orden espiritual sino físico: siéntate. Sentarse como una montaña quiere decir tomar peso, estar grávido de presencia. Los primeros días al joven le costaba mucho quedarse inmóvil, con las piernas cruzadas, con la pelvis ligeramente más alta que las rodillas. Una mañana sintió realmente lo que quería decir meditar como una montaña. Estaba allí con todo su peso, inmóvil. Formaba una sola cosa con ella, silencioso bajo el sol. Su noción del tiempo había cambiado ligeramente. Las montañas tienen un tiempo distinto, otro ritmo. Estar sentado como una montaña es tener la eternidad delante, es la actitud justa para el que quiere entrar en la meditación: saber que está la eternidad detrás, adentro y delante de sí.

Antes de construir una iglesia es necesario ser piedra y sobre esta piedra (esta solidez imperturbable de la roca) Dios podría construir su Iglesia y hacer del cuerpo del hombre su templo. Así comprendía el sentido de la palabra evangélica: “Tú eres piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.

Se quedó así varias semanas. Lo más duro era pasar varias horas “sin hacer nada”. Era menester volver a aprender a estar, simplemente estar, sin objeto ni motivo. Meditar como una montaña era la meditación misma del Ser, “del simple hecho de Ser”, antes de cualquier pensamiento, cualquier placer o dolor.

El padre Serafín le visitaba cada día, compartía con él sus tomates y algunas aceitunas. A pesar de esta régimen tan frugal, el joven parecía haber ganado peso. Su paso era más tranquilo. La montaña parecía haberle entrado en la piel. Sabía acoger su tiempo, acoger las estaciones, estar silencioso y tranquilo, a veces como la tierra árida y dura, otras veces como el flanco de una colina que espera la cosecha.

Meditar como una montaña había modificado igualmente el ritmo de sus pensamientos. Había aprendido a “ver” sin juzgar, como si diese a todo lo que crece en la montaña “el derecho de existir”.

Un día, unos peregrinos, impresionados por la calidad de su presencia, le tomaron por un monje y le pidieron la bendición. Al enterarse de esto, el padre Serafín comenzó a molerle a golpes… El joven empezó a gemir.

“Menos mal, creía que te habías hecho tan estúpido como los guijarros del camino… La meditación hesicasta tiene el enraizamiento, la estabilidad de las montañas, pero su objetivo no es hacer de ti un tocho muerto sino un hombre vivo”.

Tomó al joven del brazo y le condujo hasta el fondo del jardín donde, entre las hierbas salvajes, se podían ver algunas flores.

“Ahora ya no se trata de meditar como una montaña estéril. Aprende a meditar como una amapola, aunque no olvides por eso la montaña”.

MEDITAR COMO UNA AMAPOLA

Así fue como el joven aprendió a florecer.

La meditación es ante todo un cimiento y eso es lo que le había enseñado la montaña. Pero la meditación es también una “orientación” y es lo que ahora le enseñaba la amapola: volverse hacia el sol, volverse desde lo más profundo de sí mismo hacia la luz. Hacer de ello la aspiración de toda su sangre, de toda su savia.

Esta orientación hacia lo bello, hacia la luz, le hacía a veces enrojecer como una amapola. Aprendió también que para permanecer bien orientada, la flor debía tener el tallo erguido. Comenzó, pues, a enderezar su columna vertebral.

Esto le planteaba algunas dificultades porque había leído en ciertos textos de la filocalia que el monje debía estar ligeramente curvado, con la mirada vuelta al corazón y las entrañas.

Cuando pidió una explicación al padre Serafín, los ojos del staretz le miraron con malicia. “Eso era para los forzudos de otros tiempos. Estaban llenos de energía y había que recordarles la humildad de la condición humana. Doblarse un poco el tiempo de la meditación no les hacía ningún daño… pero tú más bien tienes necesidad de energía y por tanto, en el tiempo de la meditación, enderézate, estáte vigilante, ponte derecho vuelto hacia la luz, pero sin orgullo… por otro lado, si observas bien la amapola, te enseñará no sólo el enderezamiento del tallo sino además una cierta flexibilidad bajo las inspiraciones del viento y también una gran humildad”.

En efecto la enseñanza de la amapola consistía también en su fugacidad, en su fragilidad. Había que aprender a florecer pero también a marchitarse. El joven comprendía mejor las palabras del profeta: “Toda carne es como la hierba y su delicadeza es la de la flor de los campos. La hierba se seca, la flor se marchita… Las naciones son como una gota de agua de rocío en el borde de un cubo… Los jueces de la tierra apenas plantados, apenas arraigados…, se secan y la tempestad se los lleva como paja” (Is 40).

La montaña le había enseñado el sentido de la eternidad, la amapola le enseñaba la fragilidad del tiempo: meditar es conocer lo Eterno en la fragilidad del instante, un instante recto, bien orientado. Es florecer el tiempo en que se nos ha dado florecer, amar en el tiempo en que se nos ha dado amar, gratuitamente, sin por qué; puesto que ¿por qué florecen las amapolas?

Aprendía así a meditar “sin objeto ni beneficio”, por el placer de ser y de amar la luz. “El amor tiene en sí mismo su propia recompensa”, decía San Bernardo. “La rosa florece porque florece, sin por qué”, decía también Angelus Silesius. La montaña florece en la amapola, pensaba el joven, todo el universo medita en mí. Ojal pueda enrojecer de alegría todo el tiempo que dure mi vida”. Este pensamiento era sin duda excesivo. El padre Serafín comenzó a sacudir a nuestro filósofo y de nuevo le cogió por el brazo.

Lo llevó por un camino abrupto hasta el borde del mar, a una pequeña cala desierta. “Deja ya de rumiar como una vaca el sentido de las amapolas. Adquiere también el corazón marino. Aprende a meditar como el océano”.

MEDITAR COMO EL OCÉANO

El joven se acercó al mar. Había adquirido un buen cimiento y una orientación recta; estaba en buena postura. ¿Qué le faltaba? ¿Qué podía enseñarle el chapoteo de las olas?. El viento se levantó. El flujo y reflujo del mar se hizo más profundo y eso despertó en él el recuerdo del océano. En efecto, el viejo monje le había aconsejado meditar “como el océano” y no como el mar. Cómo había adivinado que el joven había pasado largas horas al borde del Atlántico, sobre todo de noche, y que conocía ya el arte de poner de acuerdo su respiración con la gran respiración de las olas. Inspiro, expiro… y luego soy inspirado, soy expirado. Me dejo llevar por el soplo como alguien que se deja llevar por las olas. Hacía el muerto, llevado por el ritmo de las respiraciones del océano. Eso le había conducido a veces al borde de extraños desvanecimientos. Pero la gota de agua, que en otro tiempo “se desvanecía en el mar” guardaba hoy su forma, su consciencia. ¿Era efecto de su postura?, ¿de su enraizamiento en la tierra?. Ya no era el ritmo profundizado de su respiración quién le llevaba. La gota de agua conservaba su identidad y sin embargo sabía “ser una” con el océano. De este modo el joven aprendió que meditar es respirar profundamente, dejar ir el flujo y reflujo del aliento.

Aprendió igualmente que aunque hubiese olas en la superficie, el fondo del océano seguía estando tranquilo. Los pensamientos van y vienen, nos llenan de espuma, pero el fondo del ser permanece inmóvil. Meditar a partir de las olas que somos para perder pie y echar raíces en el fondo del océano. Todo esto se hacía cada día un poco más vivo en él y se acordaba de las palabras de un poeta que le habían impresionado en su adolescencia: “La existencia es un mar lleno de olas que no cesan. De este mar la gente normal sólo percibe las olas. Mira cómo de las profundidades del mar aparecen en la superficie innumerables olas mientras que el mar queda oculto en ellas”.

Hoy el mar le parecía menos “oculto en la olas”, la unidad de las cosas parecía más evidente sin que esto aboliera la multiplicidad. Tenía menos necesidad de oponer el fondo y la forma, lo visible y lo invisible. Todo constituía el océano único de su vida.

En el fondo de su alma, ¿no estaba el ruah, el pneuma, el gran soplo de Dios?

“El que escucha atentamente su respiración, le dijo entonces el monje Serafín, no está lejos de Dios. Escucha quién est ahí, al final de tu expiración, quién está en el origen de tu inspiración”. En efecto, había momentos de silencio más profundos entre el flujo y reflujo de las olas, había allí algo que parecía llevar en sí el océano.

MEDITAR COMO UN PÁJARO

Estar sobre un buen cimiento, estar orientado hacia la luz, respirar como un océano no es todavía la meditación hesicasta, le dijo el padre Serafín; ahora debes aprender a meditar como un pájaro. Y le llevó a una pequeña celda cercana a su eremitorio donde vivían dos tórtolas. El arrullo de los dos animalitos le pareció de momento encantador pero no tardó en ponerle nervioso. Parece que escogían el momento en que caía dormido para arrullarse con las palabras más tiernas. Preguntó al viejo monje que significaba todo aquello y si esa comedia iba a durar mucho. La montaña, la amapola, el océano, podían pasar (aunque uno pueda preguntarse qué hay de cristiano en todo ello), pero proponerle ahora este pájaro lánguido como maestro de meditación era demasiado.

El padre Serafín le explico que en el Antiguo Testamento la meditación se expresa con la raíz traducida en general al griego por m‚l‚t‚ -meletan- y en latín por meditari-meditatio. En su forma primitiva la raíz significa “murmurar a media voz”. Igualmente se emplea para designar gritos de animales, por ejemplo el rugido del león (Is 31,4), el piar de la golondrina y el canto de la paloma (Is 38,14), pero también el gruñido del oso.

“En el monte Athos no hay osos. Por eso te he traído junto a una tórtola, pero la enseñanza es la misma. Hay que meditar con la garganta, no sólo para acoger el aliento, sino para murmurar el nombre de Dios día y noche… Cuando eres feliz, casi sin darte cuenta canturreas, murmuras a veces palabras sin significado y ese murmullo hace vibrar todo tu cuerpo con una alegría sencilla y serena. Meditar es murmurar como una tórtola, dejar subir ese canto que viene del corazón, como tú has aprendido a dejar que suba a ti el perfume de la flor… Meditar es respirar cantando. Sin quedarnos mucho en su significado, te propongo que repitas, murmures, canturrees lo que está en el corazón de todos los monjes del monte Athos: “Kyrie eleison, Kyrie eleison… “

Esto no le gustaba mucho al joven filósofo. En algunas bodas o entierros lo había oído traducido por: “Señor, ten piedad”.

El monje se puso a sonreir: “Sí, es uno de los significados de esta invocación, pero hay otros muchos. Quiere decir también “Señor, envía tu Espíritu”, que tu ternura esté sobre mi y sobre todos”, “que tu nombre sea bendito”, etc, pero no busques demasiado el sentido de la invocación. Ella se te revelar por sí misma. De momento sé sensible y estáte atento a la vibración que despierta en tu cuerpo y en tu corazón. Procura armonizarla apaciblemente con el ritmo de tu respiración. Cuando te atormenten tus pensamientos recurre suavemente a esta invocación, respira más profundamente, manténte erguido y conocerás el comienzo de la hesiquia, la paz que da Dios sin engaño a los que le aman”.

Al cabo de algunos días el “Kyrie eleison” se le hizo más familiar. Le acompañaba como el zumbido acompaña a la abeja cuando hace la miel. No lo repetía siempre con los labios. El zumbido se hacía entonces más interior y su vibración más profunda.

El “Kyrie eleison” cuyo sentido había renunciado a “pensar” le conducía a veces al silencio desconocido y se encontraba en la actitud del apóstol Tomás cuando descubrió a Cristo resucitado: “Kyrie eleison”, mi Señor es mi Dios.

La invocación le llevaba poco a poco a un clima de intenso respeto por todo lo que existe. Pero también de adoración por lo que está oculto en la raíz de toda existencia.

El padre Serafín le dijo entonces: “Ya no estás lejos de meditar como un hombre. Tengo que enseñarte la meditación de Abraham”.

MEDITAR COMO ABRAHAM

Hasta aquí la enseñanza del staretz era de orden natural y terapéutico. Según el testimonio de Filón de Alejandría, los antiguos monjes eran “terapeutas”. Más que conducir a la iluminación, su papel consistía en curar la naturaleza; ponerla en las mejores condiciones para que pudiera recibir la gracia, que no contradecía la naturaleza sino que la restauraba y cumplía. Es lo que hacía el monje con el joven filósofo enseñándole un método de meditación que algunos podrían llamar “puramente natural”. La montaña, la amapola, el océano, el pájaro, eran otros tantos elementos de la naturaleza que recuerdan al hombre que debe ir más lejos, recapitular, los diferentes niveles del ser o incluso los diferentes reinos que componen el macrocosmos: el reino mineral, el reino vegetal, el reino animal… A menudo el hombre ha perdido el contacto con el cosmos, con la roca, con los animales y esto ha provocado en él desazones, enfermedades, inseguridades, ansiedad. La persona humana se siente “de más”, extranjera en el mundo. Meditar era comenzar a entrar en la meditación y la alabanza del universo porque, como dicen los Padres, “todas las cosas saben rezar entes que nosotros”. El hombre es el lugar en que la oración del mundo toma consciencia de ella misma; está para nombrar lo que balbucean las criaturas. Con la meditación de Abraham entramos en una consciencia nueva y más alta que se llama fe, es decir, la adhesión de la inteligencia y del corazón en ese “tú” que se transparenta en el tuteo múltiple de todos los seres.

Esa es la experiencia de Abraham: detrás del titilar de las estrellas hay algo más que estrellas, una presencia difícil de nombrar, que nada puede nombrar y que sin embargo posee todos los nombres.

Es algo más que el universo y que sin embargo no puede ser aprehendido fuera del universo. La diferencia que hay entre el azul del cielo y el azul de una mirada, más allá de todos los azules. Abraham iba a la búsqueda de esa mirada.

Después de haber aprendido el cimiento, el enraizamiento, la orientación positiva hacia la luz, la respiración apacible de los océanos, el canto interior, el joven estaba invitado a despertar el corazón. “He aquí que de repente tú eres alguien”. Lo propio del corazón es, en efecto, personalizarlo todo y en este caso, personalizar al Absoluto, la fuente de todo lo que es y respira, nombrarlo, llamarle “mi Dios, mi Creador” e ir en su Presencia. Para Abraham meditar es mantener bajo las apariencias más variadas el contacto con esta Presencia. Esta forma de meditación entra en los detalles concretos de la vida cotidiana. El episodio de la encina de Mambr nos muestra a Abraham “sentado a la entrada de la tienda, en lo más cálido del día”; allí acoger a tres extranjeros que van a revelarse como enviados de Dios. Meditar como Abraham, decía el padre Serafín, es “practicar la hospitalidad: el vaso de agua que das al que tiene sed, no te aleja del silencio son que te acerca a la fuente. Meditar como Abraham, ya lo entiendes, no sólo despierta en ti paz y luz sino también el amor por todos los hombres”. El padre Serafín leyó al joven el famoso pasaje del libro del Génesis en que se trata de la intercesión de Abraham.

“Abraham estaba delante de Yahvé… se acercó y le dijo: ¿Vas a suprimir al justo con el pecador? ¿Acaso hay cincuenta justos en la ciudad y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta justos que hay en su seno…?” Poco a poco Abraham fue reduciendo el número de los justos para que Gomorra no fuera destruida. “Que mi Señor no se irrite y hablaré una vez más: ¿Acaso se encontrarán Diez?” (Gen 18,16)

Meditar como Abraham es interceder por la vida de los hombres, no ignorar su corrupción pero sin embargo no desesperar jamás de la misericordia de Dios.

Este estilo de meditación libera el corazón de cualquier juicio y condena, en todo tiempo y lugar. Aunque sean muchos los horrores que pueda contemplar, llama al perdón y a la bendición.

Meditar como Abraham lleva aún más lejos. Las palabras pugnaban por salir de la garganta del padre Serafín, como si quisiera ahorrar al joven una experiencia por la que él mismo había debido pasar y que despertaba en su memoria un temblor casi sutil… esto puede llevar hasta el sacrificio… y le citó el pasaje del Génesis en que Abraham se muestra dispuesto a sacrificar a su propio hijo Isaac: “Todo es de Dios, murmuró el padre Serafín, Todo es de El, por El y para El. Meditar como Abraham te lleva a una total desposesión de ti mismo y de lo que te es más querido… Busca lo que valoras más, lo que identifica tu yo… para Abraham era su hijo único. Si eres capaz de esta donación, de ese abandono moral, de esa confianza infinita en lo que trasciende toda razón y todo sentido común, todo te será devuelto centuplicado. “Dios proveerá”. Meditar como Abraham es adherirse por la fe a lo que trasciende el universo, es practicar la hospitalidad, interceder por la salvación de todos los hombres. Es olvidarse de uno mismo y romper los lazos más legítimos para descubrirnos a nosotros mismos, a nuestros prójimos y al universo habitado por la infinita presencia del “Unico que es”.

MEDITAR COMO JESÚS

El padre Serafín se mostraba cada vez más discreto. Notaba los progresos que hacía el joven en su meditación y oración. Varias veces le había sorprendido con el rostro bañado en lágrimas, meditando como Abraham e intercediendo por los hombres: “Dios mío, misericordia. ¿Que será de los pecadores?”. Un Día, el joven fue hacia él y le preguntó: padre ¿por qué no me hablas nunca de Jesús? ¿Cómo era su oración, su forma de meditar?. En la liturgia y en los sermones sólo se habla de él. En la oración del corazón, tal como se describe en la filocalia, hay que invocar su nombre. ¿Por qué no me dices nada de eso?”.

El padre Serafín pareció turbarse; como si el joven le preguntara algo indecente, como si tuviera que revelar su propio secreto. Cuanto más grande es la revelación recibida, más grande debe ser nuestra humildad para transmitirla. Sin duda no se sentía tan humilde: “Eso sólo el Espíritu Santo te lo puede enseñar. “Quién es el Hijo lo sabe sólo el Padre; quién es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10, 22). Tienes que hacerte hijo para rezar como el Hijo y tener con quién él llama su Padre, las mismas relaciones de intimidad que él y esto es obra del Espíritu Santo. El te recordar todo lo que Jesús ha dicho. El evangelio se hará vivo en ti y te enseñará a rezar como hay que hacerlo”.

El joven insistió: “Pero dime algo más”. El viejo sonrió: “Ahora, lo que mejor podría hacer sería gemir, pero tú lo tomarías como un signo de santidad; por lo tanto mejor ser decirte las cosas con sencillez. Meditar como Jesús recapitula todas las formas de meditación que te he transmitido hasta ahora. Jesús es el hombre cósmico… sabía meditar como la montaña, como la amapola, como el océano, como la paloma. Sabía meditar como Abraham. Su corazón no tenía límites, amando hasta a sus enemigos, sus verdugos: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Practicando la hospitalidad con los que se llamaban enfermos y pecadores, los paralíticos, las prostitutas, los colaboracionistas… Por la noche se retiraba a orar en secreto y allí murmuraba como un niño “abba”, que quiere decir “papá”… Esto puede parecer insignificante, llamar “papá” al Dios transcendente, infinito, innombrable, más allá de todo. El cielo y la tierra se acercan terriblemente. Dios y el hombre se hacen una sola cosa… quizás hace falta que alguien te haya llamado “papá” en la oscuridad para comprenderlo… Pero tal vez hoy estas relaciones íntimas de un padre y una madre con su hijo ya no signifiquen nada. Quizás sea una mala imagen. Por eso yo prefería no decirte nada, no usar imágenes y esperar a que el Espíritu Santo pusiera en ti los sentimientos y el conocimiento de Jesucristo para que ese “abba” no saliera de la punta de los labios sino del fondo de tu corazón. Ese día empezar s a comprender lo que es la oración, la meditación de los hesicastas”.

AHORA VETE

El joven se quedó algunos días más en el monte Athos. La oración de Jesús le llevaba a los abismos, a veces al borde de una cierta “locura”. “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”, podía decir con san Pablo. Delirio de humildad, de intercesión, de deseo de que “todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento de la verdad”. Se hacía amor, se hacía fuego. La zarza ardiente ya no era para él una metéfora sino una realidad: “Ardía pero sin consumirse”. Fenómenos extraños de luz visitaban su cuerpo. Algunos decía que le había visto andar sobre el agua o estar inmóvil a treinta centímetros del suelo…

Esta vez el padre Serafín se puso a gemir: “­Ya está bien! Ahora vete”. Y le pidió que dejara Athos, que volviera a su casa y que viese allí lo que quedaba de esas bellas meditaciones hesicastas.

El joven se fué. Volvió a su país. Lo encontraron más delgado y no vieron nada espiritual en su barba más bien sucia ni en su aspecto más bien descuidado… Pero la vista de su ciudad no le hizo olvidar la enseñanza de su staretz.

Cuando estaba muy agobiado, sin nada de tiempo, se sentaba como una montaña en la terraza del café.

Cuando sentía en él orgullo o vanidad, se acordaba de la amapola (“toda flor se marchita”) y de nuevo su corazón se volvía hacia la luz que no pasa nunca.

Cuando la tristeza, la cólera, el disgusto, invadía su alma, respiraba profundamente, como un océano, volvía a tomar aliento en el soplo de Dios, invocaba su nombre y murmuraba: “Kyrie Eleison”.

Cuando veía el sufrimiento de los seres humanos, su maldad y su impotencia para cambiar nada, se acordaba de la meditación de Abraham.

Cuando le calumniaban, cuando decían de él todo tipo de infamias, era feliz meditando con Cristo…

Exteriormente era un hombre como los demás. No intentaba tener “aire de santo”…

Había olvidado incluso que practicaba el método de oración hesicasta; simplemente intentaba amar a Dios cada momento y caminar en su presencia.

FUENTE:

JEAN-YVES LELOUP. Questions de: “Meditation” nº 67. Ed. Albin Michel

Artículo Publicado por el Padre Elías Carrillo

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